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Entrevista
ADRIANA BILBAO
BAILAORA Y COREÓGRAFA

«El flamenco nació de la opresión»

La pandemia ha retrasado el estreno de su nuevo espectáculo, “Éclat”, un viaje por la moda desde la perspectiva de género, y la gira de “Burdina”, un cóctel flamenco-zuberotarra con Beñat Achiary. Es bailaora, es flamenca y sus raíces tienen muchos colores.


Alguna vez le han preguntado: «¿Pero tú eres de Bilbao?». Parece que una bailaora vasca produce más extrañeza que, pongamos, una japonesa. Cuando el duende nace y crece donde quiere. Por ejemplo, en una mujer cuyas raíces tienen tonos rojiblancos. Más vizcaína imposible, siendo una la nieta de un mito como el futbolista Zarra... A Adriana Bilbao el flamenco le atrapó muy joven: es el lenguaje, reconoce, con el que se siente cómoda y libre. Estos días alterna los ensayos de su nuevo espectáculo en dos espacios que le han cedido en la capital bilbaina –en el centro comunitario Auzoka, de Zorrotza, y Harrobia, en Otxarkoaga–, y que serán el último eslabón, esperemos, de esta especie de viacrucis en el que se ha convertido la pandemia para los artistas.

En su caso, tenía fijado el estreno de “Éclat. Fragmento desprendido de un cuerpo que explota”, para el 9 de mayo en el Teatro Barakaldo. Llegó el confinamiento, que le pilló en Madrid, donde reside desde hace unos cinco años y donde preparaba el nuevo espectáculo como artista residente en el Teatro del Canal. Y el mundo paró. Pero no su cabeza. Hace alrededor de un mes consiguió regresar a Bilbo, pero el estreno de “Éclat” ha corrido en el calendario hasta diciembre, aunque, contradicciones de estos días agitados, les ha salido otra actuación unos meses antes. Ya lo arreglarán: no importa volver a empezar de cero, dice Adriana con ese aire tranquilo y reflexivo que parece marca de la casa. La procesión, suponemos, irá por dentro.

“Éclat” es su segunda producción importante como coreógrafa y bailarina, un espectáculo donde se une el flamenco con la danza contemporánea y donde comparte escenario con el bailarín Mikel del Valle. Aquí el leit motiv es un viaje a través del tiempo y de la moda, desde un punto de vista de género. Mientras la ultima, sigue de gira con “Burdina”, un emocionante montaje creado junto al reconocido músico zuberotarra Beñat Achiary, una auténtica rareza en el que se funden muchas raíces y una historia, la de la cuenca minera de Gallarta, contada a través de mirada y el baile de una mujer inmigrante. El 1 de agosto estarán en el Festival de Teatro de Olite –hoy, precisamente, se anuncia su programación–, luego viajarán a Madrid, al Teatro Paco Rabal, y de ahí tienen fechas atadas a partir de octubre (Tafalla, el día 9; Altsasu, el 10; Sopela, el 16... Más datos en www.adrianabilbao.com).

¿Retrasar el estreno es como pedirle que aplace la vida hasta dentro de ocho meses?

Claro, y yo tengo que ir funcionando y avanzando... en la medida en la que te dejan, porque nuestro sector es el último en dar el paso a la normalidad.

Es por seguridad sanitaria.

Sí, bueno, es que luego en el metro hay mucha más gente por metro cuadrado que en un teatro, donde, encima, no se mueven y están sentados.

¿El confinamiento ha supuesto un antes y después en su vida profesional?

Sí que supone un antes y un después, lo que pasa es que creo que todavía no me he dado cuenta del todo. Ahora estamos viviendo un momento como muy ‘dulce’, en el que nos están dejando salir, ver a la gente... como de alegría, aunque es verdad que hay mucha gente que lo está pasando fatal y que lo fuerte vendrá de cara al año que viene. A nivel personal ha sido un aprendizaje, porque descubres cosas de ti misma: estás sola mucho tiempo, buscas rutinas, ves que puedes llevar un diario de ‘hacer’, en el sentido de que ‘me propongo hacer esto’, y que sí lo vas haciendo. A mí me dicen que van a ser dos meses y me da, y la verdad es que luego pasó súper rápido.

En esta vuelta a la normalidad, se ha visto que la cultura no es considerada un sector esencial.

No te lo imaginas hasta que no lo ves en lo tuyo. Tengo compañeros que necesitan ir a pedir comida a Cáritas ¡y han pasado solo tres meses! Por eso creo que va a haber un antes y un después, pero nos vamos a dar cuenta más tarde.

Viene de trabajar en tablaos, entre ellos el Café de Chinitas, que ha cerrado con la Covid-19.

Yo llevo muchos años trabajando en tablaos. Es donde te forjas, donde coges tablas. Allí no se trabaja como en un teatro, donde llevas todo cerrado y ensayado. Al tablao vas y no sabes con quién vas a trabajar: es una comunicación entre todos. Se juega mucho con la improvisación, con la capacidad de reacción. Me gusta mucho, porque hay días buenos y malos, pero de eso también se aprende.

En «Burdina», es coreógrafa, bailarina.. el espectáculo está sobre sus hombros.

Y sobre los de Beñat Achiary. El espectáculo es de los dos, aunque la imagen del cartel sea la mía. Ha sido mi primera producción en grande, que la he hecho en colaboración con Beñat y con Imajik, una empresa de arquitectura cultural que nos puso en contacto a ambos. Pedimos ayuda al Gobierno vasco y a la Eurorregión Aquitania Euskadi, porque este es un proyecto transfronterizo.

¿De dónde surgió la idea?

Yo llevaba fuera de Bilbao trece años y tenía ganas de aunar lo que ha sido mi vida, lo que estaba haciendo, por lo que me fui y realmente lo que es mi tierra, y buscarle un nexo de unión a través de un espectáculo. Me pusieron en contacto con Beñat y nos juntamos egun pasa por la Arboleda. Ellos también habían hecho una pastoral con barrenadores. Es que el flamenco tiene una cultura minera muy importante en toda la zona del Levante y en Huelva, y muchos de esos mineros vinieron a Bizkaia. El flamenco nació de la opresión, de la lucha del trabajador y de las clases humildes: lo que no le podían decir al capataz a la cara, se lo decían cantando en la mina, la fragua o el campo.

¿Qué hace una vasca bailando flamenco? ¿Y una periodista? Pedagogía de la Danza, máster de Artes Escénicas y licenciada en Comunicación Audiovisual. Eso dice su biografía.

(risas) La historia es que mi ama siempre ha bailado y ella me metió el gusanillo. Empecé en Antxieta, luego clases de flamenco, de clásico español, gimnasia rítmica... hacía de todo, todo lo que fuera moverse. Lo único que tenía claro, cuando acabara el Bachillerato, era que quería bailar. Entonces, fuimos a Huelva, al Rocío, con un guitarrista que trabajaba con la Lupi [Susana Luipáñez], que era amigo nuestro. Me dijo: ‘Tienes que verla’. Según llegué a Bilbao, me puse a ver vídeos de la Lupi en internet y dije: ‘Ama, ahí quiero ir, yo quiero aprender con esta’. La cuestión entonces era ir a Málaga a estudiar con la Lupi y ver qué carrera podía hacer de mientras. Cuando terminé, me fui a seguir estudiando baile a Sevilla y luego a Madrid, a sacar el superior.

¿Qué le aporta el flamenco?

Realmente no te lo sé explicar. Sé que bailando flamenco es como me consigo liberar. Es el lenguaje, es mi lenguaje. Bailando flamenco me siento cómoda. Y también me gusta escucharlo. No me gustan algunos ambiente que se crean en el flamenco, aunque pasa como en todos los ámbitos… que son más cerrados, que se hacen grupos y tienes que pertenecer a unos u otros. A mí eso no me va, y eso también puede resultar un hándicap.

Ha estado tan unido al franquismo que provocaba rechazo. Muchos lo hemos tenido que redescubrir a posteriori.

Pero eso todavía no lo ha perdido. El flamenco ha sido, es y, espero que no lo sea durante mucho tiempo, una víctima más del franquismo. Nació de la opresión de las clases más humildes, de los trabajadores que cantaban y decían lo que podían en la fragua, en el campo, en la mina... Al llegar la segunda República y la Guerra Civil, empezaron Franco y las fiestas de señoritos. Muchos artistas se tuvieron que ir, pero los que se quedaron tenían que comer. Y sí que es verdad que hay un sector muy amplio que es muy machista, hasta la propia mujer es muy machista… no sé. Lo oscurecen un poco pero, realmente, si buscas encuentras letras que son muy reivindicativas y que son la base de todo: están Enrique Morente, José Meneses, El Cabrero… Al final, esa es la esencia, no el flamenco de la España de pandereta y casposilla.

No puedo dejar de preguntarle por su abuelo Telmo Zarraonandia [Zarra, 1921-2006, legendario jugador del Athletic]. Dicen que físicamente se parecen. No sé si en el carácter.

Creo que sí, porque él era también como muy tranquilo, más pausado, aunque la procesión va luego por dentro. Yo recuerdo que estaba todo el día haciendo el tonto… porque, a ver, cuando falleció yo tenía 18 años. Murió estando conmigo, echando la siesta. Fue el primer año que me fui de Bilbao: cuando acabé los exámenes aparecí de sorpresa. Amama me dijo: ‘Ya que estás aquí, aprovecho y voy al dentista, a hacer compras...’ y me quedé con él en casa. Me solía quedar por las tardes, echando la siesta, viendo la tele, jugando a las cartas y, entonces, ahí se quedó. Yo era bastante jovencita, pero los recuerdos que tengo es que era una persona muy de estar con la gente en la calle. El año que viene, el 20 de enero, se cumplen cien años de la fecha en la que nació y a mí me gustaría hacer algo. Mi cabeza está ahí, dando vueltas.