EDITORIALA
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Los sueños del lehendakari

La de ayer fue la tercera sesión de investidura que protagoniza Iñigo Urkullu, y más allá de la ocurrencia que siempre sale de la tormenta de ideas con sus asesores –este año ha tocado «gobernanza colaborativa», muy apropiado para este periodo de cursos de verano–, lo cierto es que la sensación es siempre bastante triste. Ha ganado tablas y dicción, la asesoría en imagen y comunicación política ha dado sus frutos, pero sigue sin ser un líder. Es un trabajador tenaz, un obseso de la disciplina y un rigorista, pero es incapaz de pensar en el país más allá de su corta visión partidaria y, en gran medida, sectaria. No quiere articular mayorías más allá de las procedimentalmente indispensables y no puede movilizar nada que se salga de la inercia burocrática.

Si algo ha demostrado institucionalmente la pandemia es qué débil es el autogobierno vasco, y qué poco respeto le tienen en Madrid. Es cierto que él se lo ha puesto fácil, con dos rabietas sin efectos y posicionándose de la mano de Miguel Ángel Revilla allí donde le querían en Moncloa: como un presidente autonómico más.

Mirando a las dos legislaturas pasadas, Urkullu dejó pasar la opción de ser el lehendakari de la paz, la convivencia y los derechos para todas las personas. Aunque amagó, tampoco ha querido ser el que desarrollase el nuevo estatus, con un apoyo transversal al derecho a decidir inaudito. Visto lo de ayer, está claro que Urkullu tampoco desea ser el líder vasco que, en medio de una pandemia global, experimentó y buscó las soluciones más eficientes en todos los ámbitos; el que alineó al capital humano del país y vinculó colectivamente a la sociedad para pensar en alternativas de futuro. Estando las cosas así, si el Gobierno de Madrid cumple 45 años más tarde el Estatuto de Gernika, se habrá cumplido el sueño del lehendakari… Ardanza. Afortunadamente el pueblo vasco es mucho más que esta institucionalización hipotecada y clientelar. De esa militancia popular, cotidiana y abertzale depende el futuro.