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La celeridad de la clase trabajadora


El otro día realicé mi primera autoliquidación del IVA. ¿Que qué significa? Eso no importa mucho. Lo anecdótico fue mi visita a la propia oficina de la Hacienda Tributaria. Pedí cita básicamente por mi ignorancia. Con dificultad pude rellenar tres casillas seguidas de las 384 que había en aquel documento. No es la primera vez que estaba en esas oficinas, y en todas las visitas hay un episodio que se repite.

Una persona de clase media baja con cara contraída, más arrugas en la frente de las que debiera tener para su edad, de vestimenta improvisada y gesto de preocupación –casi aflicción– discute con un funcionario. No se trata de una discusión, no hay argumentos ni contra argumentos, pero la tensión, preocupación y temor es tal, que esa persona no puede evitar no levantar la voz. En mi última visita, una mujer de unos cuarenta años clamaba que por un error de la administración iban a retirarle lo que me imagino que sería una pensión o ayuda mensual. Y en efecto, así era. El funcionario la tranquilizaba: era un error. Un error que probablemente había puesto en jaque la vida de esa mujer en las últimas veinticuatro horas.

Esto me hace reflexionar. El nerviosismo, la exaltación, la intranquilidad es intrínseca en el día a día de la clase trabajadora. Corremos para alcanzar el metro y para llegar a tiempo a fin de mes. Corremos para ser los primeros en las listas de becas, ayudas y subsidios. Corremos para recoger a los niños del cole y llegar a tiempo para trabajar. La precariedad hace a la rapidez.

¿El motor? La falta de recursos. Nadie se incorpora del sofá con mayor rapidez que aquel al que están a punto de embargarle su hogar. Nadie se presenta con mayor prontitud a las puertas de la administración que aquel al que están a punto de retirarle su único sustento. No sería ninguna sorpresa que esto terminará en irritación.

Y aún a día de hoy, aquellos que están en problemas tendrán que soportar de buen grado los consejos de gurús que, con generosos ingresos anuales, los instan a sonreír a la vida y después los culpan por no hacerlo. «La felicidad es un estado mental», te dicen.

Esto no es más que otra manera de responsabilizar al individuo de las desgracias que el propio sistema en el que asume vivir le genera. Como si para esa persona no fuese suficiente con cargar con el peso de la precariedad. Asumir que, además, debe ser él mismo el responsable y a la par el máximo culpable de su pobre estado mental y de, para el regocijo de otros, no sonreírte al saludar.

No es baladí que en los últimos años hayamos presenciado el auge de los discursos paternalistas, disfrazados bajo el término coaching, que engalanan la precariedad y decapitan la conciencia. Pues estos deforman la realidad hasta tal punto que acaban desdibujando nuestra propia identidad. La identidad como clase social. Y la conciencia de pertenecer a ella.

Sin embargo, el discurso individualista cala hondo. Aquella persona vulnerable, inestable y, sobre todo, desesperada, que clamaba en las oficinas de la Agencia Tributaria, acabará por convencerse de que quizá no ha tomado las decisiones correctas. Que se debió haber esforzado más en sus estudios. Que debía haberse informado mejor antes de contratar aquella monstruosa hipoteca. Y casi sin quererlo, esa persona acaba por desligarse de su propia condición y de un contexto del que no puede huir «por mucho que se esfuerce».