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EDITORIALA

La lección de Fukushima: las nucleares deben cerrar


Hace diez años un terremoto de magnitud 9 en la escala de Richter desató un tsunami que golpeó la costa noreste de Japón provocando más de 18.000 víctimas, entre muertos y desaparecidos, y un grave accidente nuclear en Fukushima. La central de energía atómica no superó el test de estrés que la naturaleza desplegó, dejando en evidencia que cuando se trata de energía nuclear el concepto de seguridad es siempre bastante relativo. Como ya ocurriera en anteriores desastres nucleares, la catástrofe sirvió para que algunos países revisaran su apuesta por la energía nuclear, entre los que destaca Alemania, que decidió terminar con su programa nuclear y en 2022 apagará su última central. En la estela del accidente de Fukushima, y tras varias escaramuzas, también paró la central nuclear de Garoña, situada en el borde de Euskal Herria.

La decisión de detener la producción de energía de origen nuclear no significa que los peligros desaparezcan inmediatamente. Todavía no se ha empezado a desmantelar Garoña, un proceso que durará de 13 a 16 años. Desarmar Fukushima costará al menos treinta años. En sus alrededores aún queda un 3,5% de la actividad inicial de Cesio-134, pero casi un 80% de Cesio-137 que continuará contaminando el entorno de la central durante mucho tiempo. Lo más significativo es que los científicos reconocen que el resto de contaminantes «ha desaparecido». Tal vez algunos se hayan desintegrado, pero otros se habrán dispersado por el mundo y estarán contaminando otras regiones. La radioactividad no entiende de fronteras políticas.

Como suele ocurrir en este tipo de aniversarios, los responsables institucionales se apresuraron a subrayar que han aprendido a prevenir y gestionar este tipo de desastres. Sin embargo, la única lección que se puede aprender de la catástrofe de Fukushima, como antes de la de Chernóbil o la de Three Mile Island, es que la energía nuclear no es segura y todas las instalaciones se deben cerrar.