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EDITORIALA

Concretar una agenda para hacer frente a la emergencia climática


La perspectiva de que el último informe del Panel Internacional sobre el Cambio Climático (IPCC) caiga en saco roto es demoledora. Pese a la cada vez mayor concienciación social, las emisiones de gases de efecto invernadero causantes del calentamiento global no se han reducido. Más bien lo contrario: el calentamiento de la superficie terrestre se ha acelerado la última década, y lo mismo ocurre con otros indicadores, desde el aumento global de las precipitaciones a la reducción de la cubierta de hielo y la consiguiente elevación del nivel del mar. Uno de los grandes errores es seguir pensando que este es un problema del futuro con el que lidiarán, por nuestra irresponsabilidad, las generaciones futuras. El problema ya está aquí. La temperatura ha aumentado 0,5º en una década en las capitales vascas. Esta misma semana, mientras grandes incendios asolaban el hemisferio norte, Europa ha registrado la temperatura más alta de su historia.

A los medios se les suele pedir cierta contención a la hora de dibujar escenarios apocalípticos, pues el miedo puede llevar a la parálisis. De ahí que se intente poner el acento en que hay salidas posibles. Tiene lógica, es importante ser proactivo. Pero el punto de partida es el que es, y conviene no llamarse a engaño: si no se actúa, las consecuencias serán, efectivamente, catastróficas.

Eso es así, en buena medida, por el precioso tiempo malgastado durante unos años en los que fue posible una transición más o menos ordenada y, sobre todo, consensuada, negociada y mínimamente justa. Exigir el mismo esfuerzo a quien ha disfrutado de los beneficios de siglo y medio de desarrollo industrial y a quien los ha padecido no parece la mejor manera de empezar a construir un nuevo mundo. La gobernabilidad del cambio civilizatorio que exige la emergencia climática es más y más complicada cada día que pasa, pues la urgencia apremia y las prisas no son amigas del orden.

Entonces, ¿qué hacer?

El IPCC urge a la sociedad y a los gobiernos a actuar de inmediato, pero se echa en falta una apelación directa a las grandes corporaciones, responsables directas de la mayoría de emisiones. Hubo un tiempo en el que las potencias tenían la capacidad de marcar el ritmo y las prioridades económicas del mundo, pero en estos tiempos de capitalismo senil, la lógica se invierte a la vez que se pervierte. Quizá China sea, con todas las reservas, la única e insuficiente excepción a esta regla del siglo XXI.

No hay que irse muy lejos para constatar que son las grandes corporaciones las que marcan la agenda. Esta misma semana, la multinacional de origen vasco Iberdrola, después de llamar a la lucha contra el cambio climático, vaciaba hasta el mínimo dos pantanos para aprovechar el desorbitado precio de la luz, ante la inacción del Gobierno español. Otro ejemplo parece que puede llegar con los fondos europeos Next Generation, que todo indica que acabarán regando las cuentas de muchas de las empresas que nos han traído hasta aquí, a cambio de una nueva capa de pintura verde.

Lo cierto es que sin un cambio en el modelo de desarrollo capitalista, ligado a un crecimiento económico sin fin, la transición que requiere el cambio climático se antoja prácticamente imposible. Pensar que el mundo puede seguir, con energías renovables, al mismo ritmo que lo hacía quemando hidrocarburos es iluso, por mucho que las tecnologías avancen y permitan cosas impensables hace pocas décadas. El debate principal, conviene no olvidarlo, no es tecnológico.

Así las cosas, ¿qué hacer? Se sabe, en líneas generales, qué deberían hacer gobiernos y empresas, pero el discurso habitual sobre el papel de la sociedad civil acostumbra a limitarse a la acción individual. Reciclar y cambiar hábitos de consumo son condiciones necesarias en esta transición, pero poner todo el foco en ellas desvía la atención y pone sobre las personas corrientes una responsabilidad que no les corresponde. Lo que urge es poner límites a las corporaciones, es decir, forzar a los gobiernos a regular su actividad. Estamos hablando, a fin de cuentas, de soberanía. Por ahí pasa la agenda que requiere la lucha colectiva por una vida habitable en el planeta, algo que se concreta en el desandamiaje de un sistema que tiene herramientas con nombre y apellido, como el Tratado de la Carta de la Energía, que permite a las empresas llevar a los estados a tribunales fuera de todo control y condiciona la transición energética que los gobiernos deben impulsar sin demora. Hay esperanza, pero también mucho trabajo y poco tiempo.