Dabid LAZKANOITURBURU
EL DESASTRE AFGANO

El movimiento talibán, más allá de nombres y cargos

La fijación en los nombres, biografías, pertenencia étnica y género de los miembros del anunciado nuevo Gobierno afgano no agota su comprensión si no analizamos, relativizando equiparaciones forzadas, qué es y qué no es el movimiento talibán.

Mucho se ha escrito, y se ha criticado, en los últimos días sobre la composición del nuevo Gobierno talibán.

No es para menos. Que solo 3 de los 33 altos cargos del Ejecutivo no pertenezcan a la etnia pastún, minoría mayoritaria en Afganistán de la que se nutren principalmente los talibanes, y que no haya una sola mujer en el gabinete ya dice bastante.

Por no insistir en que el Ministerio de Interior queda en manos de Sirajuddin Haqqani, líder de la red del mismo nombre y por quien EEUU ofrece cinco millones de dólares por sus sangrientos atentados, también contra soldados estadounidenses, y por sus relaciones estrechas con Al Qaeda.

Eso sin olvidar que el nuevo régimen ha decidido volver a instaurar el Ministerio para la Promoción de la virtud y la Represión del vicio, responsable de la represión y el terror en el emirato islámico talibán entre 1996 y 2001.

Los portavoces talibanes se han defendido asegurando que es un Gobierno interino y de urgencia ante el vacío político dejado por el final de la ocupación y para afrontar la grave crisis económica que sufre el país. Prometen que, con el tiempo, irán forjando un Ejecutivo «más inclusivo y abierto», incluso con mujeres en los ámbitos intermedios o inferiores del poder.

Más allá de promesas, convendría empezar reconociendo que los talibanes, que se han pasado 20 años luchando para expulsar a los estadounidenses, no iban a renunciar a liderar el Gobierno entregándoselo a la ahora oposición afgana.

Otra cosa es la necesidad de abrirse a otros sectores, y no solo por la presión internacional. El afgano es un país lo suficientemente complejo (mosaico étnico, religioso…) como para aplicar una verticalidad sin fisuras y los talibanes se verán obligados a negociar con los poderes tribales locales y regionales. De hecho ya lo hicieron en los últimos meses, lo que les permitió reconquistar el país casi sin pegar un tiro.

Por lo que respecta al Ejecutivo actual, todo apunta a un consenso entre las distintas facciones talibanes, un equilibrio que tiene a su vez en cuenta la rivalidad entre los dos países con mayor influencia política en Afganistán: Pakistán y Qatar.

Ese contrapeso entre sensibilidades y apoyos externos tiene su máxima expresión en la cúspide política del poder: el primer ministro, el mulah Hassan Ajund, ha sido estos años uno de los dirigentes de la Shura de Qetta, en Pakistán, consejo en el que se tomaban las decisiones más importantes en torno a la resistencia a la ocupación.

El viceprimer ministro y número dos, el también mulah Abdul Ghani Baradar, fue el jefe negociador en Doha, Qatar, y el artífice del acuerdo de retirada con EEUU.

Con todo, tanto Ajund, quien fue ministro de Exteriores en el emirato islámico de los noventa, como Baradar, no solo son ambos mulahs (dirigentes religiosos) sino que fueron compañeros del fundador y líder histórico y espiritual del talibán, el finado mulah Omar.

Pero, para augurar cómo será el Gobierno, quizás más importante es entender, más allá de tópicos y comparaciones forzadas, qué es y qué no es el movimiento talibán.

Estamos ante un movimiento político-religioso rigorista y afgano. Su rigorismo, no obstante, no es equiparable al wahabismo o al salafismo árabes, que postula el regreso, en cuanto a costumbres y jurisprudencia, a los tiempos del profeta Mahoma.

El wahabismo, de origen saudí, está en el origen de Al Qaeda y el Estado Islámico (ISIS) lo ha llevado al paroxismo mesiánico. La yihad o «guerra santa» es un imperativo para esta corriente, que rechaza todas las escuelas de jurisprudencia islámica suní (las principales son la hanbali, maliki, shafii y hanafi).

Los talibanes beben doctrinalmente del movimiento deobandi, surgido en India en el siglo XIX, de origen sufí y que sigue la escuela hanafi.

El movimiento deobandi es indudablemente rigorista (fundamentalista en el argot occidental), pero es menos intolerante que el wahabismo hacia los musulmanes que no se adhieren a su línea y hacia los no musulmanes. En la misma línea, el deobandi, como la mayoría del islam suní, concibe la yihad más en términos de defensa del islam que de ofensa (ofensiva).

La escuela teológica Dar al Ulum, en la ciudad india de Deoband (que dio nombre al movimiento) apoya a los talibanes pero rechaza el yihadismo armado, que llegó a condenar en una fatwa en 2008.

Que se sepa, y pese a sus relaciones históricas con Al Qaeda, los talibanes nunca han atentado fuera de sus fronteras.

Aquí entroncamos con la segunda característica del movimiento talibán. Y es que, aunque profesa una rama, la deobandi, de origen asiático, responde a una lógica afgana. Quizás, más que afgana –y pese a que en los últimos años ha enarbolado la bandera de la liberación nacional–, su lógica es étnica y obedece al conservadurismo de la cultura pastún.

Los pastunes, en torno al 40%, tienen un estricto código de honor, el pastunwali, que impregna el conservadurismo talibán. En este sentido, y contra la opinión más común, el burka, que los talibanes impusieron a las mujeres afganas, independientemente de la etnia, en los noventa, no es una exigencia religiosa sino étnica o cultural (pastún).

Ese condicionante tribal de los talibanes es su debilidad pero a la vez fortaleza. De un lado, puede constreñir su capacidad para generar consensos interétnicos. Pero, por otro, y al suponer un mandato cultural, que no religioso, sus códigos de conducta pueden ser matizados o sorteados sin necesidad de «tocar a Allah».

La promesa de los talibanes de que no impondrán el burka –les «bastaría» con que lleven el hiyab o velo– a las mujeres y el permiso para que accedan a una educación, eso sí segregada, incluso universitaria, apunta, con todas sus limitaciones, no a una marcha atrás sino a una adecuación y el alejamiento de unas políticas, las que perpetraron en los noventa, en cierta manera exógenas e influenciadas por el wahabismo saudí.

Lo mismo ocurre con el nombramiento del sucesor del mulah Omar, el también mulah Hibatullah Ajunzadah, como líder supremo de Afganistán. La figura de un guía (taqleed), vigente en el Irán chií, genera críticas en el islam suní.

Pero mientras los deobandi (talibanes) la reconocen, es anatema para los wahabíes (ISIS).

Con todo, y al margen de matices y disputas doctrinales islámicas, y pese a su carácter afgano, o mejor dicho tribal, no se puede obviar que estamos ante un movimiento religioso rigorista. El lenguaje de este análisis así lo atestigua. Para desgracia de las afganas y de los afganos.