Qué pena, más de 14.000 personas asesinadas en la misma Ucrania con la que tan sensibles somos desde anteayer, sin que nos hayamos activado más que en encogernos de hombros y mirar hacia otro lado. Aunque, claro, hasta la invasión de Rusia no ha habido guerra; solo eran nazis masacrando a la población civil. Qué pena los niños en las manifestaciones, explicando ante los medios que Putin quiere acabar con Ucrania, mientras niños como ellos, y hasta menores que ellos, son arrastrados por el suelo, detenidos o asesinados, sin que ningún pequeño estadista denuncie públicamente que Israel quiere acabar con Palestina. Aunque, claro, en ese caso no se vería como un gesto enternecedor, sino como un ejemplo evidente de adoctrinamiento y, además, lo de Israel no es una guerra; solo es un genocidio. Qué vergüenza la Champions, y Eurovisión, y la F1, y todas las guerras que, hasta ahora, les han resbalado. Y las que les resbalarán. Qué miedo que en nombre de la libertad de expresión se dé voz y se ponga altavoz al fascismo y ahora, cuando se censuran de medios de comunicación para evitar fisuras en el discurso impuesto, la libertad sea pasear banderas ucranianas. Qué pena, qué miedo y qué vergüenza que nos uniformemos a toque de trompeta, que se lo pongamos tan fácil, que les resultemos tan cómodos.