En el calor abrasante que decía García Márquez
Los niños teníamos entonces la ilusión de hacer pelotas con las nieves perpetuas y jugar a la guerra en las calles abrasantes. Pues el calor era tan inverosímil, sobre todo durante la siesta, que los adultos se quejaban de él como si fuera una sorpresa de cada día». Así recordaba Gabriel G. Márquez las calurosas tardes de su infancia en Aracataca. Lo contó en su autobiografía, en 2002. Cuando lo leí, imaginé que aquel calor rozaría los 40 grados y que la siesta buscaría impaciente la penumbra como un camino mágico hacia el deseo clandestino de ser adulto. En Gasteiz, antes de que el cambio climático trastocase los ciclos estacionales, sobrepasar los 30 grados era algo inusual y llegar a los 40 un hecho asombroso. Entonces, en las tardes de verano, las siestas duraban lo que costaba leer un capítulo de “La Isla del Tesoro” y las calles, las del Casco Viejo, frescas y tranquilas, solo se alborotaban con el griterío de críos y crías jugando entre los cantones y la Catedral. Hace años que ese paisaje ha desaparecido. Hoy los termómetros marcan con demasiada asiduidad 39 grados y, en esta ciudad que somos ahora, tan europea, con tanta desigualdad oculta, las tardes ya no tienen ni siesta ni niños pobres de barrio, solo turistas y rockeros deambulando en la fatiga de un calor «abrasante».