Aster NAVAS
KOLABORAZIOA

Oporto y otros parques temáticos

Abrigo la sospecha de que la ciudad que me he pateado estos días no era Oporto. Hala, ya lo he dicho. Aunque la factura del hotel y mis fotos del móvil en San Bento, en Bolhao, en La Ribeira, juren y perjuren que sí. Me he dado cuenta tarde, pocas horas antes de tomar el vuelo de regreso a casa, de que quizá nunca estuve allí; de que aquello no era Oporto.

La última mañana de mis vacaciones me alejé, buscando una farmacia, apenas -lo juro- quinientos metros de Mosteiro da Serra do Pilar, un mirador fantástico y atestado de gente sobre el Ponte de Don Luis I. Recuerdo dejar a la derecha el Jardim do Morro, continuar apenas unos pasos por la Avenida da República y girar, aleatoriamente, a la derecha. En un café, acodado en la barra, tomé un cortado por el que me cobraron ochenta céntimos. Aquel bar, aquella calle tenía la vida propia de cualquier ciudad: transportistas, gente que va y viene y que se mira con complicidad de barrio, una mujer con andador se detiene junto a la confitería Lua de Mel, pintores con buzo, el dependiente del bazar Merlo ve pasar las horas sentado en las escaleras de su local, un grupo de portuenses u oportunos juega a las cartas acaloradamente en una terraza; lugareños bajan y suben del tranvía que se aleja ya hacia Batalha; una muchacha tiende en un colgador una camiseta magenta que rompe, incendia el gris de la fachada, casi me lleva por delante un niño en patinete…

Ya en casa he vuelto a esa esquina con Google Earth y he curioseado en la red. Aparte de la experiencia personal que he revivido con el Street View, he descubierto el gravísimo proceso de gentrificación que sufren muchas zonas urbanas; el desplazamiento, el destierro de sus vecinos, de sus residentes. La Fábrica del Sol, una web que apuesta por la sostenibilidad, va más allá de la definición aséptica del término: «La gentrificación turística implica la sustitución de residentes por turistas; es decir, la ciudad deja de ser para vivir allí y pasa a ser simplemente para pasar unos días. Los barrios adquieren el rol de grandes complejos hoteleros». Lo explica muy bien Luis Acevedo en “Las ciudades como parques temáticos”: «Los espacios que caracterizaban a la ciudad real (calles, plazas, edificios, etc.) acaban por evaporarse. Lo que los sustituye es una distopía donde no existen centros ni coordenadas espaciales que enlacen unos lugares con otros». Margaret Crawford en “El mundo en un centro comercial” da un giro de tuerca más a este disparate en el que en mayor o menor medida colaboramos todos: la peŕdida galopante de autenticidad, la conversión en simples decorados de pueblos como Frigiliana, de ciudades como Amsterdam, Praga, Cracovia, Venecia, Berlín, Dubrovnik, Split; de islas, de enormes franjas costeras en las que, sin embargo, juraríamos -tenemos pruebas contundentes- haber estado; si hasta hemos subido, compartido esos momentos en Instagram…

Esa gestión de las urbes, de los lugares como negocios trae evidentemente consecuencias; de ellas hacen un inventario detallado Claudio Milano y José A. Mansilla en “Ciudad de vacaciones. Conflictos urbanos en espacios turísticos”. Clara Blanchar y Lluis Pellicer hablaban ya en 2017 en “El País” de «turismofobia» analizando algunas manifestaciones convocadas en La Barceloneta o Lavapiés donde la pérdida de identidad era ya irreversible y denunciable.

Tengo la certeza de que me volví sin conocer Nápoles, sin entender Florencia; de que había otras Lisboas, otras Ibizas que no llegué a recorrer; de que ya no queda apenas nada de Santorini. Decía el autor uruguayo Emilio Frugoni que «las ciudades son libros que se leen con los pies». En muchas de ellas me he saltado párrafos, capítulos enteros en los que quizá se encontraba el nudo, algún importante detalle de la trama o, peor aún, el desenlace.

En fin.