Dabid LAZKANOITURBURU

EEUU: deriva republicana o de país

La anunciada derrota de la congresista neocon Liz Cheney supone, de un lado, un espaldarazo a los planes de Donald Trump para presentarse a las presidenciales de 2024 y confirma, por otro, la deriva del Partido Republicano.

El magnate neoyorquino acaricia la idea de tomarse la revancha por su derrota en 2020 a manos de Joe Biden, un presidente octogenario en horas bajas y que, en caso de la no menos pronosticada derrota demócrata en las elecciones de medio mandato de noviembre, se convertiría en un «pato cojo» al perder su actual y ajustado control de las dos Cámaras.

Es por eso que el Estado profundo, ese en el que los distintos poderes confluyen en los grandes objetivos, busca por todos los medios acabar política y judicialmente con Trump. Motivos justificados no le faltan, desde su impulso al asalto al Capitolio hasta el escándalo de los documentos top secret y ultrasensibles en su mansión de Florida.

Pero los escándalos, que jalonan la biografía del magnate inmobiliario neoyorquino, nunca han sido un problema para él. Al contrario, parecen funcionar como un mecanismo de sicología política para galvanizar a sus seguidores en una mezcla de victimismo y conspiranoia.

Con las bases del partido en las palmas de sus manos y con el establishment del Old Party totalmente secuestrado por un outsider, nadie osa no ya discrepar con él, sino que muchos de sus dirigentes están enfrascados en la pelea por presentarse como más trumpistas que el propio Trump. Porque saben que, si finalmente no se presenta, será él quien designe a dedo a su muy probable sucesor en la Casa Blanca.

Todo un síntoma de la deriva de un viejo partido que no comenzó con Trump, sino con aquella hornada de neoconservadores, como el padre de la propia Cheney, ultras en cuestiones religiosas y morales, furibundamente antiprogresistas y convencidamente intervencionistas en política exterior a través de invasiones e injerencias de todo tipo.

Nacido en los 60-70 como reacción a las protestas por la guerra de Vietnam, el neoconservadurismo tuvo su apogeo en los mandatos de George Bush hijo.

A su vera surgió en la década de los 2000 un movimiento, el Tea Party, que ensambló el rigorismo ultracristiano y la defensa de posiciones racistas, homófobas y antiabortistas con un desafío abierto y en clave populista al establishment, personificado en el odio a los políticos de Washington.

Trump, un advenedizo que nunca se preocupó de cuestiones morales y religiosas, supo auparse a esa ola conjugándola con la defensa del aislacionismo tras años de invasiones e intervenciones estadounidenses y con el malestar de una clase trabajadora blanca (cuellos azules) depauperada y alarmada tras décadas de emergencia de unos EEUU cada vez más multiétnicos y multiculturales.

El resultado es una deriva en la que el Old Party ya ni siquiera se reconoce.

Pero que es síntoma de una deriva que abarca ya a todo el país, polarizado hasta el punto de que hay votantes demócratas que votan en las primarias republicanas por los candidatos más ultras con la esperanza de que sean rivales más fáciles a batir en los comicios de noviembre.

A ello se suma el desprecio del establishment demócrata hacia los sectores más a la izquierda, y que propugnan contrarrestar la atracción populista por la alt-right (nueva derecha) con propuestas de protección social a las clases empobrecidas.

Juegos todos ellos peligrosos y que presagian que las elecciones de 2024 pueden ser explosivas. Y con respecto a las cuales el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 podría quedar como un juego de niños. O el ensayo de una insurrección total.