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Ciudad antisocial, urbanización represora


El diseño de gran parte de las urbes que conocemos hoy en día tiene poco que ver con meros atributos estéticos, con el bienestar del pueblo que las habita o con indiferentes coincidencias del destino, sino más bien con los pilares del consumo, la segregación, la alienación y la vigilancia. Cuatro conceptos clave para entender tanto la arquitectura neoliberal como los modelos de urbanización del capital.

Una táctica del capitalismo es la activa necedad de transformar todo en un arma para su beneficio y protección, y es el espacio un buen ejemplo de ello. Un arma silenciosa, que ejerce opresión casi de manera subliminal y que esculpe el comportamiento a través de la manufactura de todo lo que nos rodea, como trazando una línea con una pluma para que las termitas sigan el camino de la tinta, ciegamente. Así, una de las ciudades hoy apreciadas como las más bellas del mundo, proclamada ciudad de los enamorados y de los soñadores en realidad fue concebida como el arquetipo del territorio como dispositivo represor: París. Ciudad, que detrás de las olas de artistas pretenciosos que juran ser los nuevos poetas malditos, se parece mucho más a la casa del niño de la película “Solo en casa“, llena de trampas y obstáculos mortales, que a un oasis del romance.

En la década de 1880, el Barón Haussmann (no solo no era arquitecto, sino que se autodenominaba “apasionado demoledor”), propuso un nuevo modelo de ciudad disciplinaria, como medida urgente ante las cada vez más fuertes y frecuentes insurrecciones armadas en la capital durante dicha época, entre ellas, la revolución de los trabajadores de 1848 y la icónica comuna de París. Durante dichos levantamientos, se construyeron barricadas para impedir el paso de los milicos represores (una práctica común y fácil de ejecutar en las calles angostas de la ciudad), por lo que, en la remodelación, las viejas rúas fueron reemplazadas por calles amplias pensadas especialmente para el fácil tránsito de tropas militares y, asimismo, rectas para favorecer el tiro de cañones a las muchedumbres en sus futuros intentos de revuelta. De igual manera, se construyeron estratégicas avenidas diseñadas singularmente para hacer intimidantes y ostentosos desfiles militares. Otro de los objetivos de la llamada réformation de París fue sacar a los pobres del centro de la ciudad por la fuerza, para aislarlos en la periferia, expulsados de sus hogares con violencia y sin apenas compensación.

Este proceso de periferización fue impulsado bajo la retórica altamente cargada de acentos eugenésicos, de la «higiene», haciendo un llamado para sanitizar París de la putrefacción y pestilencia (nombres clave para la clase trabajadora). Una praxis que nos recuerda la llamada «Renovación Urbana» en países como EEUU. Un modelo de segregación, exactamente igual al de París, en el cual a los pobres se los echó por patas de sus ciudades, bajo el lema de «curar la decadencia urbana». Una decadencia, en este caso, real, tangible y creada a propósito, pues los llamados guetos, en donde metieron por la fuerza a minorías como la afroamericana, fueron deliberadamente viciados, permitiendo la venta de alcohol aun en épocas de prohibición y, quizás más notablemente, distribuyendo drogas duras. Así, se daba inicio a la guerra contra las drogas, una operación altamente lucrativa, tanto para el gobierno estadounidense como para las corporaciones que realmente gobiernan dicho país, pues al propiciar la «degeneración» en estas etnicidades se justifica su encarcelación masiva, para así alimentar el complejo industrial penitenciario, uno de los más fuertes pilares de la economía estadounidense. Por si fuera poco, se fomentó la prostitución, se ordenó que los camiones de basura no hicieran su servicio para que las calles estuviesen llenas de inmundicia. Mientras que, a la par, se tintaron las viviendas en estos barrios negros con pintura rebajada en plomo, a pesar de que (o, quizás por ello) se conocía que daño cerebral y enfermedades mentales.

Esta activa manufactura de guetos, además, buscaba y continúa buscando, concentrar la «mano de obra», en los márgenes de las metrópolis, transformando la periferia en un gran taller clandestino, por invisible desde la ciudad, inundado con parques industriales y fábricas que generen riquezas para el gozo de los privilegiados del interior de la urbe, zona sagrada que se mantiene limpia de los posibles derrames, fugas, explosiones y demás catástrofes industriales recurrentes que no son noticia, pues lo que pasa en la periferia se queda en la periferia. La ciudad ya no es un mero campo de guerra, sino un arma de guerra en sí. Sin necesidad de perpetradores humanos, el espacio mismo, funge de agente de dominio, control, represión y adoctrinamiento al servicio del neoliberalismo. De este modo, se crea la ciudad antisocial, cada vez más poblada y a la vez cada vez más alienada, transformando a sus habitantes en meros entes flotantes. Un paisaje urbano privado, en términos literales significa que no hay escape del sistema, porque este está en todos lados, incluyendo la calle misma, que alguna vez fue el símbolo de la rebeldía, pero ahora es un mero activo del capital. Además, funciona como el medio óptimo para observar y vigilar, instaurando cámaras por diestra y siniestra bajo la supuesta premisa de «seguridad para todos».

Por otro lado, mientras se condena a las ciudades socialistas por hacer uso de «propaganda» en las calles, la propaganda capitalista pasa desapercibida, pues los escaparates y los carteles publicitarios que cubren por completo el panorama urbano alimentan el subconsciente colectivo con los ideales del consumo masivo capitalista, un antídoto forzoso a la patología manufacturada por el neoliberalismo de la pérdida de sentido y de comunidad. Mediante la arquitectura se busca desmantelar la fraternidad, desde los cubículos oficinistas y la eliminación de espacios públicos hasta la confección de un horizonte fracturado por rascacielos descomunales y cada vez más exorbitantes, pues mediante ellos, hijos predilectos y personificaciones del capitalismo, se pretende crear el aura de un régimen monstruoso e invencible.

Por lo que, si se pretende ser un revolucionario en el siglo XXI, hay que aprender de la virtud capitalista de la adaptación y de saber usarlo todo como un arma. La consigna de «todo es político» es un arma de doble filo, que el capitalismo ha sabido usar muy bien. Pero es hora de reclamar nuestro filo y saber escurrirnos entre las grietas de la ciudad antisocial neoliberal y adaptar nuestra lucha dentro de ella.