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CRÍTICA: «GIRASOLES SILVESTRES»

Eso llamado felicidad


La nueva película de Jaime Rosales sigue la estela de “Hermosa juventud” (2014), saltándose la irregular experimentación que realizó en su siguiente “Petra” (2018).

Su apuesta por el naturalismo ha dado como resultado una obra sólida que nos recuerda el discurso de los hermanos Dardenne y en el que impera sobre todo el cuidado perfil de sus personajes.

Todo fluye sin sobresaltos dentro de una narrativa muy apegada a la realidad y en la que se nos presenta la mecánica cotidiana y emocional de una madre soltera. En esta ruta, asistimos a las erráticas etapas que recorre la protagonista, y Rosales lo hace mediante leves trazos, delegando en el espectador la construcción del puzzle íntimo que da forma y sentido al carácter del personaje encarnado por una excelente Anna Castillo.

El director acierta de pleno manejando la elipsis, creando secuencia a secuencia la vida sentimental que la protagonista compartió con tres hombres e incidiendo en la crónica dolorosa derivada de la violencia machista que ejerció sobre ella su exmarido, un militar destinado a Melilla y al que no le gusta en exceso que sus hijos estudien en Catalunya cuando estos le informan de que están en un colegio aprendiendo en un idioma que no entienden muy bien.

Rosales huye en todo momento del tremendismo y lo hace a través de un lenguaje directo y muy reconocible. Es cierto que el personaje encarnado por Castillo puede ser tildado de débil y manipulable, pero no es menos cierto que el dibujo que hace Rosales de los hombres resulta contundente e implacable. Todo el recorrido de “Girasoles silvestres” nos lleva hacia una ventana abierta, un punto de partida resumido en una secuencia luminosa y gobernada por sonrisas.