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El diablo no está en el término con el que lo definamos


Hace años que el término fascista, más allá de para definir a unos pocos aunque peligrosos nostálgicos de uno de los experimentos políticos europeos más monstruosos, no sirve para avanzar en la comprensión política de la era que nos ha tocado vivir.

Al contrario, su manida y generalizante utilización por parte de la izquierda logra, por reacción, el efecto contrario, al legitimar a opciones políticas de derecha extrema que no tienen problema alguno en desmarcarse de los planes de «solución final» que ensayaron tanto Hitler como Mussolini, y Franco, hace 80 largos años.

Le ha bastado a Meloni renovar su profesión de fe atlantista y prometer que en todo caso hará pagar a los inmigrantes africanos su impotencia para enredar a la UE con desafíos presupuestarios para que algunos respiren aliviados.

Más valdría intentar entender estos fenómenos políticos, y las razones por las que encuentran creciente eco, antes que enredarnos en debatir sobre si hay que anteponer el prefijo pos- o tardo-, o simplemente nada, al apelativo de fascista.

Porque resulta que nadie se reclama como tal y muchos señalados acusan al enemigo de serlo. Mientras, el fantasma de la derecha retrógrada y autoritaria recorre el mundo.