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EDITORIALA

Crisis demográfica o sobrepoblación, la solución pasa siempre por el reparto de la riqueza


La población mundial va a superar los 8.000 millones de personas dentro de unos días. Se confirman así las predicciones de expertos que desde hace décadas marcaban la sobrepoblación como reto para las próximas décadas. El número mundial de habitantes se ha duplicado en menos de medio siglo. Es una cifra tremenda que se da en un mundo repleto de desigualdades y contradicciones, donde conviven noticias de un aumento acelerado de población en unos territorios mientras en otros crece la preocupación por el déficit demográfico.

Resumiendo mucho, los países desarrollados tienen tasas de nacimiento bajas y tardías, con países cada vez más viejos, mientras África tiene unas tasas muy altas y es un continente joven, muy joven. En el primer caso, el retraso en la edad de emancipación y de tener descendencia tiene un efecto directo en la crisis demográfica. En el segundo, las condiciones provocadas por el sistema capitalista en los países en vías de desarrollo, desde hambrunas hasta guerras, empujan a millones de personas a migrar en busca de oportunidades de supervivencia y desarrollo.

La emergencia climática y sus efectos sobre las condiciones básicas de vida se ha convertido en un nuevo factor que acelera los desplazamientos de esa población. Son los éxodos climáticos. En este terreno, las previsiones son peores, con unos niveles de incertidumbre que dificultan mucho cualquier opción de cálculo. Es imposible prever qué pasará con las personas que viven en un territorio dado y en una época concreta si no se puede asegurar qué ocurrirá con la biodiversidad y la vida en ese contexto y periodo.

Difíciles equilibrios

Euskal Herria está en medio de esta dinámica. La población se mantiene y crece gracias a la migración, que en gran medida transita por el país sin voluntad de establecerse, mientras la sociedad vasca envejece por la baja fertilidad. Los desequilibrios entre territorios, entre ciudades y las zonas rurales, entre unos y otros barrios siguen creciendo. No ser estado y ser fronterizos genera distorsiones y una peligrosa falta de soberanía en temas que son de por sí muy complicados de gestionar.

La prospección de escenarios; el diseño de políticas públicas adaptadas a estas nuevas realidades; el debate social y la participación; las reformas, las transformaciones y las revoluciones pendientes, todas requieren de un diagnóstico claro sobre los retos, una voluntad comunitaria consensuada y un liderazgo compartido. En estas dimensiones -sea la demografía o la emergencia climática-, los factores externos son ingobernables, pero se debe actuar con determinación sobre las cosas que sí se pueden hacer.

Una de las grandes paradojas de este fenómeno es que en los países desarrollados -y en muchos casos decadentes- la natalidad se retrasa, estanca y decrece por razones económicas, porque la juventud no tiene las condiciones objetivas para tener más hijos e hijas ni para tenerlas antes, mientras en los países empobrecidos -pero vigorosos- la natalidad crece sin control empujada por la falta de anticonceptivos y por las duras condiciones de vida. Es decir, aun siendo dispares, en ambos procesos son las condiciones socioeconómicas las que marcan la pauta y sus efectos opuestos. Los intentos de control de la natalidad son baldíos si no contemplan el desarrollo de las comunidades y el reparto de la riqueza.

Hay que abandonar las políticas hipotecantes que no contemplan los intereses y las necesidades de las generaciones más jóvenes. La sociedad vasca no puede vivir de las rentas, ni ser parasitaria, ni dejarse llevar por la corriente. Para sobrevivir, debe adelantarse a los acontecimientos y experimentar. El equilibrio entre generar riqueza y repartirla justamente es lo único que puede garantizar su desarrollo.