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Un himno


Una de las maneras más eficaces para medir el auténtico éxito de una acción cultural es comprobar su repercusión a lo largo del tiempo. Entendiendo que una semana en ciertos rubros de los consumos culturales actuales puede ser una extensión muy apetecible, dada la rapidez de envejecimiento de lo novedoso, la persistencia en el imaginario colectivo durante varias generaciones es un buen síntoma. Sabemos que la obra de William Shakespeare no siempre tuvo el valor de uso universal incuestionable que adquirió a mediados del siglo pasado y que llega hasta nuestros días. Las tendencias, corrientes, incluso modas que influyen coyunturalmente sobre el tejido creativo vive épocas deslumbrantes y después cae en una suerte de ostracismo que se reanima por circunstancias que son de difícil conexión racional con los telúricos impulsos de libre creación y más cercanos a las influencias económicas o políticas en su vertiente de recuperación estética de ismos que en su momento sirvieron para reafirmar una concepción del mundo que, en asuntos tan expansivos como la arquitectura, dejaron muestras que han perdurado décadas.

Parece innegable que los signos más populares, que mantienen una duración intergeneracional, son los que caracterizan a esos éxitos musicales que van creciendo de manera espontánea a base de adhesiones en número y forma de adictos transmisores incondicionales, que convierten a algunas canciones pop reconocibles desde su primera nota al estribillo. Una de las muestras más destacadas de esa ascención hasta la categoría irrevocable de himno popular, es la bellísima canción de amor titulada “Yolanda”, del excelente poeta y músico cubano Pablo Milanés que nos acaba de dejar tras padecer una larga enfermedad. Una de las mejores canciones de amor de todos los tiempos.