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LA PIEDAD

En tonos rosa lúgubre


En su empeño descarado por refrendar su status de enfant terrible de la cinematografía del Estado español, el actor y director Eduardo Casanova ha querido ir más allá de sus pretensiones subversivas a través de una propuesta que quiere provocar pero que queda en un incómodo territorio de ambigüedades que únicamente legan en la retina del espectador el rosado esperpento visual que impera en una comedia irreverente, negrísima y muy kitsch.

Aludiendo de manera clara a la obra de Miguel Ángel “La piedad”, el filme homónimo parte de una relación maternofilial entre una mujer y su hijo que padece un cáncer terminal.

Kitsch en clave lúgubre

En mitad de esta situación extrema, el firmante de “Pieles” pinta sobre la pantalla un retablo grotesco habitado por criaturas sin nombre y secuencias extremas en las que caben de todo, desde una especie de operación cerebral, vómitos en la mesa, pasando por insertos musicales de temas en japonés y todo ello escenificado en un templo que parece diseñado por un arquitecto demente y obsesionado con los tonos rosa.

Nauseabunda y a la vez ideada para provocar la risa a partir de diálogos sin sentido, la película “La piedad” es una guiñolesca experiencia que coloca al espectador en una bifurcación, en una especie de invitación a cruzar al otro lado de un espejo tortuoso y delirante.

Es una lástima que todo este juguete retorcido que plantea Eduardo Casanova se mueva impulsado por resortes y engranajes que hubieran merecido una mayor profundidad y no delegar todo en el sobresalto o impacto que provocan sus imágenes impactantes. Funciona como ejercicio destinado a no dejar indiferente al espectador, pero naufraga en sus propias pretensiones y en su afán por hacer remover al espectador por la vía fácil del impacto visual y la estridencia.