El espéculo abre un diálogo entre tecnología y feminismo
El espéculo arrastra una historia de violencia misógina y otra de empoderamiento feminista: fue utilizado por los médicos como elemento de tortura y empuñado por las mujeres como símbolo de la autonomía de sus cuerpos. No es el azar, sino el contexto, lo que ha decantado que haya caído cara o cruz en cada momento.
En una sala ginecológica, el espéculo vaginal ocupa un lugar ya histórico: llega hasta allí al menos desde el siglo V a.c., época de la que datan los “Tratados Hipocráticos”, primer texto que dio cuenta de la existencia de un aparato que servía para expandir las paredes vaginales y observar la cérvix, aunque se piensa que existía desde muchísimo antes. Sobrevive hasta hoy después de haber mutado su forma y diseño cientos de veces, aunque resulta extraño que, tratándose de un instrumento que se utiliza en casi todos los casos en mujeres cis, hasta hace poco solamente un modelo fuera diseñado por una mujer. Fue el que patentó la partera y escritora francesa Marie Boivin (1773-1841) en la década de 1800.
Han tenido que pasar doscientos años para que un nuevo espéculo vaginal diseñado por una mujer se incorpore al séquito instrumental del obstetra y mejore no solo la experiencia del médico, también la de la paciente, pues, por lo general, las personas con vagina no pasan un buen rato durante un examen pélvico, con ese aparato frío que abre las paredes vaginales para que un extraño que a veces hace extrañas preguntas pueda mirar dentro. El nuevo espéculo Hegenberger, una especie de pinza de silicona de tres brazos, promete no ser tan incómodo para las pacientes.
El «eureka!» lo pronunció una danesa que lleva más de veinte años trabajando como partera. Malene Hegenberger presentó su espéculo definitivo en 2019 y el invento fue elegido entre 2.000 candidatos para finalista de los premios Index -considerados los más importantes de diseño- en 2021. Está pensado, sobre todo, para atender a las personas que han sufrido desgarros vaginales durante el parto, que son la mayoría, y facilitar al equipo médico la costura de los mismos.
El hito de Hegenberger, que hoy celebra la prensa internacional y los profesionales médicos, multiplica su importancia si se vuelve la vista a una historia del espéculo llena de violencia, de racismo y de misoginia extremas.
Uno de los modelos del espéculo que se utilizan hoy en día no es tan distinto del que diseñó James Marion Sims, conocido como el padre de la ginecología moderna. Este aparato médico se convirtió en sus manos en un elemento de tortura: experimentó con esclavas negras entre 1845 y 1849 en Alabama, las operó sin anestesia para, entre otras cosas, curar con cirugía las fístulas vesicovaginales -una afección a menudo causada por un parto prolongado, por la que se forma un agujero entre la vejiga o el recto y la vagina- de las blancas. Para poder ver la fístula, el doctor tenía que mirar a través del canal vaginal; para ello usó su espéculo.
Paradójicamente, el uso del espéculo generó más dudas éticas en el seno de la comunidad médica que los experimentos con mujeres negras. Algunos sanitarios creían que las mujeres podrían confundir un examen de la cérvix con una experiencia sexual, o que este aparato podía corromper a las mujeres y volverlas locas, demasiado sexuales, prostitutas.
A pesar de que la comunidad médica expuso varias razones para prohibir el uso del espéculo, este sobrevivió porque, según algunos investigadores, los instrumentos médicos como el espéculo o el fórceps ayudaban a los médicos a tomar el control del parto y de la reproducción.
ADIÓS A LAS PARTERAS
Un flashback a la Europa anterior al siglo XVI. La parturienta no está en un hospital, sino en una casa, no está tumbada y no la atiende un hombre, sino una mujer que desempeña uno de los oficios más antiguos de la humanidad, el de comadrona o partera.
Durante varios siglos, las comadronas eran las especialistas en atender a las mujeres en el parto, y fueron las únicas interesadas en este oficio hasta el siglo XVII. «Pasaron dos cosas. Por un lado, los hombres médicos se interesaron en descubrir lo que ya había sido descubierto: el cuerpo de las mujeres; porque no podía ser que existiera un ámbito donde ellos no tuvieran el control. Por otro lado, la reproducción se convirtió en cuestión de Estado y de la Iglesia», explica Nerea Azkona, antropóloga integrante de la asociación Esku Hutsik que imparte ponencias sobre la violencia obstétrica.
A partir de entonces, los hombres se sirvieron de la caza de brujas para reemplazar a las mujeres en el oficio de partear y fue sustituyéndose la sabiduría empírica de ellas por un saber exclusivamente teórico de ellos, lo que generó un aumento de muertes materno-infantiles que no empezó a descender hasta el siglo XX. «Los médicos se llevaron el mérito de bajar la mortalidad, pero fueron precisamente ellos los que previamente originaron un aumento increíble de la misma, porque de repente los partos los llevaban cirujanos que venían de tratar cadáveres y provocaron muchas infecciones», relata Azkona.
En el siglo XVIII la mayoría de los partos estaba ya en manos de los hombres y cuando «la biomedicina decidió que todos los partos eran patológicos», remarca la antropóloga, se trasladaron paulatinamente al hospital. Fue cuando, según Azkona, la experimentación con los cuerpos antes, durante y después del parto se multiplicó. Se hacían barbaridades «a puerta cerrada», dice la bilbaína: «Cesáreas vaginales, dilatación artificial del cuello del útero por incisiones profundas, el uso de la burundanga durante el parto… El cuerpo de las mujeres ya no era de ellas».
RECUPERAR EL CUERPO
Para las activistas en la década de 1970, el espéculo era símbolo de tortura y de dominancia masculina. No obstante, o quizás justamente por ello, el movimiento feminista por la salud sexual y reproductiva se apropió de esta herramienta para, de manera práctica y simbólica, recuperar el control sobre sus cuerpos bajo la filosofía DIY (siglas en inglés de Hazlo Tú Misma). Un espejo y un espéculo de plástico bastaban para que las mujeres pudieran autoexaminarse y empezaron a organizar talleres colectivos de experimentación y autoayuda. En la década de 1970, la estadounidense Carol Downer fue una de las feministas que se propuso enseñar a otras activistas cómo autoexaminarse con un espéculo. Y fue Downer, precisamente, la que popularizó el dispositivo de extracción menstrual Del-Em que caracterizó, junto al espéculo, el movimiento de autoayuda de la segunda ola del feminismo estadounidense.
El Del-Em está diseñado para succionar la pared endometrial del útero utilizando una jeringa y una cánula flexible que se inserta en el cuello del útero y lo utilizaron varias personas que deseaban acortar o controlar su ciclo menstrual. Pero su utilidad principal fue otra: provocar abortos. Era fácil de usar y supuso en su día, antes del caso Roe vs. Wade en 1973 que significó la legalización el aborto en Estados Unidos, una notable mejora en seguridad respecto a otras técnicas abortivas clandestinas como las perchas de alambre, la lejía o el permanganato.
En definitiva, el Del-Em resultó una tecnología xenofeminista.
A POR EL CONTROL TECNOLÓGICO
El xenofeminismo es un movimiento que nació en la década de 2010 y que, ante el innegable cambio de paradigma que provocan las tecnologías, cree en el uso de las mismas como herramientas de emancipación.
Porque, como resalta Helen Hester, autora de “Xenofeminismo. Tecnologías de género y políticas de reproducción” e integrante del colectivo internacional Laboria Cuboniks, «las tecnologías no son inherentemente benéficas»; de hecho, no son ni siquiera neutras y «estas se ven constituidas y limitadas por las relaciones sociales». Porque no son lo mismo el espéculo de Sims y el de Hegenberger.
Conociendo el potencial violento y emancipador del espéculo, tan simple en su diseño, cabe preguntarse qué problemas y oportunidades abren las más avanzadas tecnologías, como puede ser la Inteligencia Artificial (IA). Son dos preguntas: ¿la IA puede contribuir a la emancipación feminista? y ¿la IA puede tener efectos negativos en la emancipación?
Las respuestas también son dos, y las tiene ChatGPT, el sistema de chat basado en el modelo de lenguaje por IA. Por un lado, determina que la IA «puede ayudar a eliminar los sesgos de género en diferentes áreas», por ejemplo, en «la selección de personal»; también «puede ayudar a automatizar tareas domésticas» y «a prevenir la violencia de género mediante la detección temprana de patrones de comportamiento violento».
Por otro lado, alerta de que «si los datos utilizados para entrenar los algoritmos contienen sesgos de género, la IA puede reproducir estereotipos y prejuicios de género»; dice que «la automatización de trabajos mediante la IA puede amenazar a los trabajos tradicionalmente ocupados por mujeres, como los de limpieza, cuidado y enfermería»; y advierte de que si se utiliza para el monitoreo y la vigilancia de las personas, la IA «puede aumentar la exposición de las mujeres a la violencia de género, la discriminación y la exclusión social».
Que la moneda caiga en cara o caiga en cruz no solo depende de quién la haga girar, sino de quién la ha diseñado.
El hombre que tumbó a las mujeres
En el siglo XVII, a capricho del rey francés Louis XIV, que quería ver nacer a sus progenitores sentado en un sillón, el ginecólogo François Moriceau tumbó a la reina y decidió que lo mejor para el profesional que atendía el parto -y no para quien pare, ya que está demostrado que la posición horizontal dificulta la salida del bebé- era que la paciente se tumbara con las piernas abiertas, para que él pudiera ver mejor. Y recomendó a la comunidad médica que utilizara esta posición en los partos.
Desde el cambio inaugurado por Moriceau -«el primer cirujano que utilizó los fórceps en mujeres acostadas», recalca Nerea Azkona-, la mayoría de parturientas en el mundo occidental no han podido ver nacer a sus hijas e hijos. Es justo en ese momento donde la antropóloga sitúa el comienzo de la violencia obstétrica. M. T.