Raúl ZIBECHI
Periodista
GAURKOA

Podemos estar ante una nueva revolución mundial

La rebelión francesa contra la reforma de las pensiones puede estar señalizando un quiebre histórico, quizá tan profundo como la «revolución mundial de 1968», como bautizara Immanuel Wallerstein al ciclo de protestas y levantamientos populares contra el imperialismo estadounidense y el hegemonismo soviético que quebró el reparto del mundo en las zonas de influencia que caracterizaron la guerra fría, gracias a la irrupción de las camadas no calificadas de la clase obrera y de los pueblos del Sur global.

La descripción de un militante griego que participa en las manifestaciones destaca el papel de «trabajadores de la limpieza, bomberos, enfermeras, repartidores, indocumentados, familias con sus hijos, mujeres inmigrantes kurdas»; mientras «los propietarios de las tiendas de comestibles y minimercados que muy a menudo son egipcios, marroquíes, argelinos, quedan abiertos hasta tarde ofreciéndole a los manifestantes comida, cerveza, lo que sea» (https://bit.ly/3K1ELtT).

Algunas frases de su crónica suenan muy conocidas en América latina. «Hay barricadas por todas partes para impedir el paso de los camiones policiales». «Todas las carreteras de las afueras (de París) están bloqueadas. Los camiones de la basura salen y vacían la basura en las zonas ricas». «En cinco ciudades de Francia hay operaciones de «bloqueamientos urbanos», todas las entradas a las ciudades están bloqueadas por los sindicatos». Y así continúa relatando la fiesta de las oprimidas.

Aunque hay muchas huelgas, se trata de un levantamiento del pueblo francés que abarca a todos los sectores de la sociedad (menos a los ricos, obviamente), que ya se propone derribar al presidente Macron. Lo más destacable es la participación de precarios, de migrantes, de ese sector que llamamos «los nadies», las personas cuyas voces nunca son escuchadas ni sus demandas atendidas.

Como suele suceder en los grandes eventos de los pueblos, la activación comienza en las periferias para luego trasladarse al centro. Así sucedió en América Latina: la lucha comenzó por colectivos campesinos y después hizo carne en estudiantes y obreros de las grandes ciudades. En México, el asalto al cuartel de Madera (1965), clímax de la lucha campesina en el norte, atizó las brasas que incendiaron el 68 en los campus.

A escala global, la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, arraigada en los barrios negros y pobres, incluyendo la Marcha a Washington en la que Martin Luther King pronunció su conocido discurso (“I have a dream”), en 1963, precedió la protesta estudiantil contra la guerra de Vietnam. Del mismo modo, la ofensiva del Tet de la guerrilla vietnamita contra las tropas de oposición estadounidenses (iniciada en enero de 1968), desató energías que cuajarían en las grandes ciudades europeas ese mismo año.

No se trata ni de leyes de la historia, ni de relaciones mecánicas causa-efecto, sino apenas de constatar hechos concretos que muestran regularidades: lo que se inicia como acciones locales luego se amplifica en escenarios mayores. La resistencia antifranquista recorrió derroteros similares, así como la Primavera Árabe desde 2011.

Es posible que la revuelta popular francesa sea caja de resonancia de un impresionante ciclo de luchas latinoamericano: revuelta en Chile en 2019 y levantamiento indígena en Ecuador el mismo año, sumadas a las protestas populares en Colombia a fines de ese año. El ciclo continuó en 2020 en Perú con movilizaciones que forzaron la renuncia del presidente usurpador Manuel Merino; en 2021 en Colombia poniendo fin al ciclo uribista y en 2022 en Ecuador, pasando por los innumerables bloqueos indígena-campesinos en agosto de 2020 en Bolivia, que impusieron elecciones al gobierno golpista de Jeannine Añez.

No recuerdo un ciclo de luchas tan intenso y extenso en este continente, por lo menos desde la década de 1960. Por la acumulación de experiencias que puedan ser útiles en otras latitudes, quisiera hacer un par de consideraciones.

La primera es que durante las revueltas se crean nuevas organizaciones y se hacen visibles las redes sumergidas en la cotidianeidad que sostienen la vida colectiva. Pero luego existe una tendencia a la disgregación organizativa que impide o dificulta la continuidad de las luchas y la conformación de sujetos colectivos de largo aliento.

En Chile se crearon más de 200 asambleas territoriales, en Ecuador se formó un Parlamento de los Movimientos con cientos de organizaciones y en Colombia se formaron «puntos de resistencia» como espacios territoriales de articulación de los sectores movilizados. Sin embargo, muy pocas de esas experiencias sumamente enriquecedoras se mantienen en pie una vez que la acción colectiva decae, algo que es inevitable porque la población no puede estar indefinidamente en la calle.

En los casos citados, no hubo ni institucionalización ni cooptación de las nuevas organizaciones, sino una suerte de desgaste interno por la falta de perspectivas comunes y la carencia de objetivos de largo plazo. Debe tenerse en cuenta que en las grandes revueltas participan no solo la militancia formada y experimentada, sino sobre todo la «gente común» que muchas veces es la primera vez que sale a la calle a protestar. Aquí estamos ante desafíos inéditos que a menudo no sabemos resolver.

La segunda cuestión es que el sistema intenta desviar el conflicto hacia las urnas, donde la energía colectiva se disuelve ya que es el espacio-tiempo más adecuado para la continuidad de los poderes de arriba abusando del marketing. Sin embargo, el sentido común de la población y la cultura política hegemónica siguen indicando que hay que caminar detrás de las elecciones como la forma de canalizar sus demandas con la esperanza de que sean resueltas.

Hay algunas experiencias en las que ha sido posible darle continuidad a las organizaciones nacidas en las revueltas, y aún superar la natural disgregación que alienta la convocatoria electoral, pero en su conjunto son realidades nada sencillas de transformar.