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El futbol, el porno y la fratría


Hay un momento en la vida en la que una gran parte de los hombres, aun siendo niños, aprenden que su tiempo, su ocio, sus aficiones son la prioridad absoluta y no tienen por qué consensuar con nadie sus «necesidades», entre ellas el fútbol. Más que un deporte es un instrumento de aprendizaje social, una de las grandes maquinarias patriarcales para construir a los hombres y, si no, vean lo que pasa en los patios, en las plazas... Cada vez que reciban un balonazo, no se producirá ningún cambio en esos espacios centrales de la convivencia y es posible que incluso nadie les pida perdón. Habrá una connivencia social, una aceptación de que no pasa nada. Con ello estamos edificando la norma de lo que importa, lo central, lo que tiene que ser atendido, y en contraposición, lo que no importa. Así aprenden que sus aficiones son el centro de la actividad escolar, social, familiar. Aprenden que no tienen que mirar hacia ningún lado para seguir su camino. Todo se tiene que adaptar a esas prioridades, así que no sienten que tengan que tener en cuenta a nadie, aunque para poder garantizar el desarrollo de sus gustos y aficiones tengan que disponer no solo del tiempo ajeno, sino también del espacio común. Esas necesidades simplemente son impuestas bajo la norma de «lo que yo quiero». Lo que quiera la otra, los otros, que no forman parte de ese universo masculino, es algo irrelevante. Mientras nosotras creemos que le damos la patada definitiva al patriarcado, el patriarcado nos patea diariamente, eso sí, ahora ya, con niñas que pueden jugar al futbol. La inclusión no siempre es sinónimo de igualdad, ni siquiera de cambio de paradigma.

Ese desprecio a lo que es la vida compartida conlleva que puedan disponer de los tiempos ajenos como si fueran parte de su propio tiempo. En la vida adulta es parte de lo que facilitará los niveles de exigencia hacia las otras, sobre aquellas que no saben, ni entienden, lo que es verdaderamente importante en la vida. Nos asustaremos cuando siendo adolescentes veamos jóvenes centrados en su mismidad, pero exigiendo que sus «necesidades» sean cubiertas. Nos asustaremos cuando veamos que los indicadores de violencia contra las adolescentes se disparan. Y no sabremos de dónde han salido estos jóvenes tan machistas, tan centrados en ellos y sus intereses. Pensaremos que hemos educado en igualdad y no podremos explicarnos cómo ha sucedido que el niño se haya convertido en monstruo. Y hablaremos de monstruos como si estuviéramos viviendo una peli de terror en la que no hemos sido una parte activa, cómplice necesaria, para una identidad que permite que en cualquier momento se desate la furia del «lo que yo quiero».

Mientras, se deslizan por la pista central, con los focos sobredimensionando su imagen sin atender a lo que pase en los márgenes, más allá de que los mismos deben de servir para agrandar sus egos. Cuando no haya focos buscarán que otra sea quien ilumine su ficción de gran hombre, donde sus intereses deberán ser el objeto de atención externa. Una atención sin valor porque la vida ajena, sus tiempos e intereses son despreciables. Creamos niños centrados en ellos y su grupo de iguales; que se construyen en una fratría identitaria donde entra alguna mujer, siempre y cuando se adapte a ese universo masculino, que les identifique a ellas como parte de «los nuestros» por un período corto de tiempo, hasta que llegue el otro gran «campo de batalla», la sexualidad. En una identidad que no se compone solo de aficiones o gustos, sino de una gran fratría social que repercutirá en todos los ámbitos de una vida común, que ha sido diseñada para que los hombres, de manera genérica, se sientan el centro y la medida de todas las cosas.

El sentimiento de fratría también se aprende a través del porno. La educación sexual formal sigue siendo una charla escolar, en lugar de una formación sobre los límites territoriales de cada cuerpo, del respeto al deseo ajeno, de la obligatoriedad de preguntar a la otra persona, de placeres compartidos. El cambio de paradigma del «solo sí es sí» prevé una aplicación de la norma en materia de educación sexual y afectiva que no sabemos cuál va a ser su desarrollo, y nadie, más allá de las propias feministas, parece tener interés. Actualmente, los menores tienen a su disposición todo un universo tecnológico de educación informal que, por un lado, les dota de distancia emocional de lo que consumen a través de sus pantallas y, por otro, les explica que es compatible sexualidad con un porno que no se esconde, que no disimula con títulos tan explícitos como «violación colectiva» o «viola a tu hermana». Volveremos a asustarnos de que no entiendan que tienen que negociar con las otras los aspectos del cotidiano, incluso la sexualidad. Se indignarán por tener que tener en cuentan a las demás personas, pero no sabremos de dónde ha salido el monstruo.

En estos meses se están produciendo debates que centran nuestra atención en los agresores, aislados de cualquier estructura social. En los menores agresores, en las «manadas», a las que percibimos como jóvenes alejados de nuestros estándares morales, cuando no son más que el reflejo de una sociedad que nos consume, a las mujeres, como parte del mercado. Si no importa el tiempo, los intereses, los deseos de las otras, imagínense qué poco puede importar el sufrimiento ajeno. Para entender el sufrimiento ajeno es imprescindible reconocer, sentir que la vida de uno es tan importante como la vida de la otra, que merece la misma atención que nos arrogamos para la nuestra.

Tendemos a animalizar, viéndolos como jaurías o bajo el prisma posmoderno de «personas tóxicas». Y, nuevamente, individualizaremos un problema que es social, donde los niños-hombres se han ido adueñando colectivamente de la pista central no solo para brillar frente a las otras, sino para que no importe la existencia de las otras. Entretanto, veremos grupos de prehombres que disfrutan humillando y agrediendo a sus compañeras, pero no sabremos cómo han aprendido a ser fratría, hermandad que siente placer sólo con el dominio y la agresión.