KEPA ARBIZU
«ELIZABETH FINCH»

Lecciones de historia imperfecta

 

Pocos ejemplos resultan tan clarividentes cuando se trata de establecer un vínculo entre el lugar de origen y un estilo literario como en el caso de Julian Barnes. Y es que su excelente narrativa funciona como fiel espejo de lo que se entiende, de manera genérica, por el carácter típicamente inglés, lo que se traduce en una elegante sobriedad que tiene como huésped al no menos identificativo sentido de la ironía, aquel que no pretende originar carcajadas sino una ligera mueca y que sin embargo consigue proporcionar a sus textos diversas capas interpretativas. Cualidades que han regado una ya muy dilatada carrera en la que el uso variable en los porcentajes de cada uno de esos rasgos ha desembocado en la elaboración de diversos episodios que, siempre bajo su propia idiosincrasia, integran un canon creativo personal.

En el caso concreto de la recientemente publicada ‘‘Elizabeth Finch’’ (Anagrama, 2023), dividida en tres partes claramente diferenciadas, parece decantarse por ceder un mayor predicamento a las múltiples reflexiones que se desprenden de ella por encima de su forma estilística, carente de esa habitual brillantez y presentada por momentos algo más roma. En compensación seremos sometidos a un torrencial planteamiento de interrogantes existenciales a los que precisamente su excesivo número les impedirá, dada la relativa escasa extensión de la obra, ser retratados con la profundidad que se merecen.

EL SEDUCTOR ENCANTO DEL APRENDIZAJE

Pese a todo, es imposible no caer rendidos ante el personaje construido, y que da título al libro, entorno a una profesora que imparte un curso de “Cultura y civilización” para adultos donde hace gala de un particular registro académico -regido por la máxima de promover el pensamiento independiente- y una intrigante personalidad. Reacia a las supuestas bondades del tiempo presente, su poder de seducción, generado por una sutil rotundidad con la que invoca a la autonomía reflexiva, germinará de manera extraordinaria en un hombre divorciado definido por la rutina de dejar sus proyectos inacabados, un término usado en absoluto de manera aleatoria, que percibirá cada una de esas clases como una incitación a repensar su vida. Bajo el influjo de ese carácter estoico, ajeno a cualquier distracción mundana y con un descreimiento nada afectado, se tejerá una relación amistosa a lo largo de los años, a través de unas citas puntuales y regladas bajo unas estrictas normas, sin embargo infructuosa en su aspiración por adentrarse en el ámbito íntimo de ella, al que solo accederá, y de una manera somera, tras su fallecimiento al ‘‘heredar’’ unos diarios privados que ofrecen todavía más dudas y conjeturas que certezas.

Si hasta aquí el libro se presenta lúcido en ese arte, en el que Barnes es experto, de alimentar la narración con todo un subtexto repleto de cavilaciones, que aquí orbitan alrededor de la duda como señal de inteligencia emocional, su segunda parte ralentizará considerablemente el paso al reproducir un ensayo sobre Juliano el Apóstata escrito por el protagonista con el afán de honrar la memoria de la profesora fallecida, rendida admiradora de dicho personaje al representar la oposición a la expansiva religión cristiana. Más allá del estimable papel simbólico que contiene la pieza, definiendo los grandes relatos universales como cambiantes y dictados por los intereses y valores de cada época, su exposición repleta de datos enciclopédicos y eruditos precipita una condición farragosa y demasiado extensa.

Será en el tramo final cuando de nuevo la obra vuelva a recoger el pulso insistiendo en intentar desentrañar quién fue verdaderamente Elizabeth Finch, un mapa personal que quedará inconcluso y que es precisamente esa naturaleza inacabada, carente de certezas, el concepto argumental matriz de toda la obra. Los mitos, las leyendas, en definitiva las historias que conocemos sobre los acontecimientos, incluso cuando estos nos afectan en primera persona, se postulan como inevitables, e incluso necesarias como aporte anímico, pero igualmente debemos llegar a entender que donde unos ven dogmas intocables otros solo reconocen muros que derribar, al igual que aquellas personas que nos han resultado esenciales en la forma de entender el mundo pueden no representar más allá de pequeñas, e incluso vanas, anécdotas para nuestros semejantes. Porque esa entelequia llamada felicidad, solo parece posible encontrarla en pequeñas porciones asumiendo que la vida es el resultado de una novela escrita desde una perspectiva propia pero irremediablemente abierta a otras tantas interpretaciones.