Dabid LAZKANOITURBURU
ELECCIONES EN TURQUÍA

Erdogan, de verdugo a ¿víctima? de los seísmos geológico-políticos

Recep Tayip Erdogan, quien llegó al poder sobre los escombros del seísmo de Izmit de 1999 y prometió convertir a Turquía en una potencia internacional y económica, afronta unos comicios marcados por el terremoto de febrero y por una crisis económica que minimiza sus ínfulas de estadista mundial. Justo cuando esperaba suceder, 100 años después, a Mustafa Kemal Ataturk como «padre de Turquía».

(Ozan KOSE | AFP)

El terremoto de Izmit de 1999, en la costa del Mar de Mármara, dejó un saldo oficial de 17.000 muertos (35.000 según fuentes independientes), derrumbó la friolera de 120.000 edificios y dejó a un milllón de personas a la intemperie, llegando a afectar al inmenso extrarradio de Estambul.

Las duras críticas a la gestión del gobierno de la época provocaron un seísmo político que permitió la irrupción con el nuevo milenio de los islamistas del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) y de su líder, Recep Tayip Erdogan, quien lleva más de dos decenios como el hombre fuerte de Turquía, primero como primer ministro y desde 2014 como presidente, cargo antes más simbólico y oportunamente reforzado con poderes ejecutivos omnímodos en la reforma constitucional de 2017.

Hay, por supuesto, otras claves que explican la victoria aplastante del AKP en las legislativas del otoño de 2002.

Turquía era un país tutelado por un Ejército golpista, y anegado por la corrupción. La población de la península anatolia vivía marginada fuera del sistema prácticamente desde la creación del Estado turco moderno, en 1923, sobre las ruinas del imperio otomano.

POPULISTAS Y PIADOSOS

Comparable, salvando las distancias históricas y de geografía política, con la cofradía de los Hermanos Musulmanes en los países árabes de mayoría suní, el AKP, heredero de otras formaciones islamistas turcas previas (Refah o Partido del Bienestar y Fazilet o Partido de la Virtud) se articuló como un movimiento de corte populista y piadoso que sedujo incluso a parte del electorado laico, que pensó que sus líderes no podían ser tan ladrones cuando se dedicaban, sobre todo, a rezar. Craso error de cálculo, como ha quedado evidenciado estos 20 años.

Durante los primeros, Erdogan desplegó, sobre todo de cara al exterior, un perfil moderado y de acercamiento a la Unión Europea, a la que tocó insistentemente la puerta. Presentaba para ello a su movimiento como una suerte de «democracia-cristiana» musulmana turca.

No obstante, y tras consolidar en 2007 la primacía total del AKP, y furioso por los desplantes de la UE, comenzó a virar su política internacional hacia el mundo árabe y musulmán, desde Irán a Túnez. En 2011, interpretó las a la postre malogradas primaveras árabes como un trampolín para su proyecto neotomano.

Para entonces era ya evidente su deriva, o quizás mejor decir su naturaleza autoritaria. Las protestas de Gezi de 2013 evidenciaron la esquizofrenia de un gobierno que pedía «libertad» para los pueblos árabes mientras reprimía de forma expeditiva cualquier oposición interna.

La decisión de Erdogan de dinamitar en 2015 el proceso de negociación con la guerrilla del PKK kurdo -a la postre quedó en evidencia que había sido una maniobra electoralista para seducir a la población kurda, donde el AKP tiene también su granero de votos-, devolvió el conflicto a los años más oscuros y permitió a Turquía interferir e incluso ocupar territorios en países vecinos con minorías kurdas.

El intento de golpe de Estado de 2016, que Erdogan supo aprovechar como catalizador de los suyos ante la sorprendente ingenuidad chapucera de sus supuestos promotores (el movimiento gulenista, una suerte de Opus Dei islamista otrora aliado del AKP, y sectores del Ejército) abrió la veda a una represión contra todo lo que se mueve.

Ante la proximidad de las elecciones, el que fuera alcalde de Estambul -condenado a cárcel por unos versos («Las mezquitas son nuestros carteles y los minaretes nuestras bayonetas...») no tuvo empacho alguno en forzar el año pasado la inhabilitación de su sucesor y principal rival electoral, el ya ex-regidor de la capital Ekrem Imamoglu, del kemalista CHP.

Pese a que tanto el AKP como su figura sufren desde 2015 un proceso de lenta e inexorable erosión de su popularidad, ls que les obligó a forjar alianza con los ultras panturcos del MHP (heredero de los Lobos Grises), Erdogan confiaba en febrero en que podría con un improvisado cabeza de cartel del CHP mucho más gris, Kemal Kiliçdaroglu.

El proceso de ilegalización y las redadas continuas contra los pro-kurdos del HDP, con su líder, Selahattin Demirtas, en la cárcel, completaba la pinza para su reelección.

No obstante, la economía llevaba meses lanzando malas señales y pese a que la Turquía de Erdogan, con su mediación con Rusia, ha ganado peso internacional, la guerra de Ucrania y el consiguiente impulso de la inflación, ya estructural, ha acabado convirtiendo el «patatas y cebolla, fuera Erdogan», en lema de campaña.

En esas, el terremoto de febrero de este año en el este de Anatolia fronterizo con Siria.

Las críticas por la tardanza en la llegada de ayuda y de grupos de rescate -las malas lenguas aseguran que Erdogan se negó a enviar al Ejército por temor a reforzar su prestigio - y la construcción de cientos de miles de viviendas sin medidas contra seísmos en el marco de una política clientelista y anegada por la corrupción del entorno familiar presidencial, pueden presagiar la muerte política de un Erdogan que aspiraba, en el centenario de la fundación de la República de Turquía (1923), a convertirse en el sucesor otomano de Mustafa Kemal Ataturk.