Sin cómplices para la guerra
La última semana de mayo se celebran dos efemérides que suelen pasar desapercibidas. La primera es el 24M “Día Internacional de mujeres por la Paz y el Desarme” y la segunda el 28M “Día Internacional de Acción para la Salud de las Mujeres”. Curiosamente la paz y la salud de las mujeres están íntimamente relacionadas.
En el 24M se condensa la propuesta feminista por la paz. Hay posicionamientos feministas que se han adscrito a la violencia como derecho. Desean romper con la imagen esencialista de las mujeres, por ser las proveedoras de vida, como dulces y amorosas y creen que debemos de apropiarnos de la violencia porque es algo que el patriarcado nos quita y que, supuestamente, deberíamos recuperar, el derecho a la violencia. Sostener un argumentario pacifista conlleva romper con el belicismo, pero también con el romanticismo del recurso armamentístico que durante años sembraron los discursos de diferentes izquierdas a lo largo y ancho del planeta.
Trabajar desde la desobediencia al patriarcado implica romper con ese esquema de pensamiento que nos invita a hacer la guerra como solución a la violencia. Si ante un ataque cualquier respuesta es lícita, quizás acabemos justificando que cualquier ataque es licito. Yo creo en la legítima defensa, pero esto no implica que cualquier respuesta sea válida como hace el sistema para justificar su violencia. Quisiera contribuir a los esfuerzos de nuestras antecesoras por situar la violencia en la dominación y en la destrucción humana, aunque siempre legitimada hacia cierto tipo o grupo humano, grupo en el que podemos entrar en cualquier momento, como la historia nos demuestra. Soy profundamente pacifista porque sabemos del resultado de las guerras, la desolación que dejan, pero sobre todo la falta de humanidad que siembran. Construir un otro es mucho más fácil que construir un nosotras, y cuando nos sumamos al lenguaje belicista del «enemigo» facilitamos el proceso de deshumanización que puede tomar cualquier cuerpo, aunque como bien nos ha demostrado la historia, ese cuerpo acaba siendo el de la población más pobre, más vulnerable, más feminizada. Nuestras plazas y calles siguen homenajeando a los criminales de la guerra, de la colonización, de la explotación, de la violencia, desenmascarar ese relato que aprendemos y reproducimos como «nuestra historia» es un quehacer feminista.
La construcción de la masculinidad para la dominación ha permitido la alianza entre masculinidad y violencia como un hecho «natural». Es sustancial diferenciar entre la agresividad como motor o impulso para el cambio, y la violencia como elemento cultural y destructor. No se trata de que las mujeres debamos reapropiarnos del «derecho a la violencia», sino desmontar ese «derecho natural» de los hombres para construir una cultura feminista de la noviolencia. Hablo de la desobediencia pacífica frente a un Estado y una masculinidad que promueven la respuesta de protección militarizada y violenta, para mantener el «derecho a la seguridad», al privilegio, a las concertinas y al ataque a la otredad. Frente a su violencia, yo me declaro en rebeldía. En un mundo tremendamente armamentístico, con riesgo nuclear constante y con una cultura belicista, me declaro pacifista y antimilitarista. Me declaro en desobediencia al patriarcado, al capitalismo, al racismo y al militarismo que se desprende de todos ellos. Estoy firmemente convencida de que no hay otra alternativa salvo trabajar para desmilitarizar cada rincón de nuestro mundo, incluidas nuestras mentes.
En los relatos de género se ha asignado a los hombres para las guerras y a las mujeres para el amor y los cuidados. Por un lado, las mujeres servían para el descanso del guerrero y, por otro, para la continuación de la guerra, al entenderse que en el amor y en la guerra todo vale, concibiendo las relaciones íntimas como espacios de guerra. Esa prolongación del derecho a la violencia en la que se sustenta la dominación belicista pasa, en un sentido bidireccional, al orden de lo íntimo con el derecho al ejercicio de la violencia contra las propias mujeres. Frente a la peligrosidad encarnada en la imagen construida del enemigo, se nos vende la protección de las mujeres por parte de esos hombres, a los que sí se les permiten los ejercicios de violencia, en lo público y lo privado, aunque en el espacio privado no sean interpretados como tales. Quiero aclarar, ahora que los feminicidios nos horrorizan, que ninguna mujer queda con su expareja para ser asesinada, sin embargo, los maltratadores sí quedan con sus «mujeres» para asesinarlas. Es su guerra particular.
En los discursos igualitaristas, aquellos que toman como referencia la igualdad a los hombres y las características de género masculino, se suele escuchar que si las mujeres agrediésemos a los hombres, el problema de la violencia se solucionaría. Nada más lejos de la realidad.
Considero que somos herederas de una tradición política a través de la cual hemos encarnado las rebeldías y la desobediencia pacífica que desmonta cualquier intento de devolvernos la guerra como legítima. Es donde quisieran que estuviéramos y es donde yo creo que no nos tienen que encontrar. Hay quien no quiere ver a las mujeres como meras víctimas de los conflictos y proponen una actuación con los hombres en pie de igualdad. En realidad, las mujeres no somos solo víctimas de este belicismo, sino que exigimos participar en la resolución de conflictos y en la toma de decisiones, incluidas las violencias cotidianas, como señala Carmen. Magallón: «Una reclamación que no es simplemente una petición para añadir mujeres y revolver como en una receta de cocina… es un nuevo paradigma, un estilo diferente de afrontar los conflictos y su resolución». No se trata de cuotas, en realidad, nunca ha sido una cuestión de feminizar los espacios, elemento que apela simplemente a un hecho de no discriminación, sino de feministizar la política que apela a la justicia al buscar transformar las relaciones de poder o, mejor, dicho el cómo se ejercer el poder.