La lección del ruso Soloviov
Tal vez, una de las posibilidades de lo «real ausente» sea eso que consideramos bajo la etérea expresión de espíritu. El objeto que da pie al sentimiento tras la emoción en el sujeto de la que habrá de surgir pensamiento, conocimiento y expresión. Cuando la expresión es artística, participa en alguna o mucha medida de todos ellos. En la visión genésica del arte no cuenta, para nada, una efeméride más como es la recién acontecida del veinticinco aniversario de un éxito comercial como este de la sede del Guggenheim en Bilbao. Esta institución invita a su aproximación mediante la trampa tendida del efectismo poco innovador, pese a la apariencia, de una arquitectura de marca bajo el estrellato de su creador, en este caso el arquitecto Ghery, como antes ya lo fueran los ejemplos de la sede neoyorkina de Wrigth o, en otro caso, la ópera de Sidney de un interesado sobre la obra del último, el danés Jorn Utzon, todas ellas con subliminal mensaje y común denominador de que el arte sirve para algo que más que «arte-en-sí-mismo»; consiste en ser polo de atracción para un pecuniario beneficio de iniciativa particular y, dado tan solo como efecto colateral, comunitaria. Es decir, un razonamiento justificador, tras de su amortización, de la inversión en obra, pretendiendo hacer ver el que en una sociedad marcada por criterios de rentabilidad y competencia la contemplación es algo realmente secundario. Surge de ello una en extremo curiosa paradoja: la de un museo/centro de arte cuyo protagonismo real, en clave de éxito, está centrado no tanto sobre la obra lista para ser apreciada, lo mismo «armanis» que «amotos» (aspiración a la que se inclinaran determinados políticos locales de mi época), cuanto sobre la cuantificación del beneficio derivado de su implantación.
Se ha escrito mucho sobre ello, elogiando el acierto que tuvieran nuestros políticos, pese a acérrimas críticas de buena parte del entorno del arte local cuya expectativa de contar con un desarrollo autónomo se viera cercenado, habiendo sido lideradas en primera instancia por el escultor Oteiza (también en esto, al parecer, Ibarrola, y, por otros motivos, Chillida), tal y como ha sido convenientemente recordado por la interesada narrativa del documental encargado ex profeso del momento dado y en anteriores escritos del antropólogo Joseba Zulaika.
Ahora bien, no es ésta la lección que más haya de motivarme en el acercamiento al fenómeno estético, cuanto aquella otra que un filósofo de la lógica y de la ecología como Henryk Skolimowski definiera de «ámbito transfísico de la contemplación estética» , es decir, espiritual. Al respecto este autor ha de contemplar el que, aun siendo «la espiritualidad un asunto sutil, difícil de definir y a menudo difícil de defender. […] es un estado de la mente, un estado del ser [donde] experimentamos el mundo como un lugar misterioso y elevador. El gran arte, en su creación y en su recepción -habrá de concluir- es una expresión viva de la espiritualidad humana».
No otra cosa, reclamara, críticamente, para esta sublime manifestación del ser humano el ruso Vladimir Soloviov (1853-1900) allá por los comienzos del concebido como contemporáneo, de esto ya hace más de un siglo. Este coetáneo de Dostoievski, a quien le dedicara tres discursos en su memoria entre los años de 1881 y 1883, no pudo ser testigo directo de la eclosión de un arte de lo concreto, posteriormente denominado abstracto, dominante durante prácticamente dos tercios del siglo XX, pero sí parece intuirlo dadas las premisas con las que comienza el primero de ellos. Por ejemplo, cuando afirma: «Los artistas contemporáneos que no pueden y no quieren servir a la belleza pura producen formas perfectas a las que buscan un contenido. Pero, como el anterior contenido religioso del arte les es ajeno, centran su búsqueda únicamente en la realidad circundante, con la que mantiene una relación doblemente esclava: en primer lugar, tratan servilmente de transcribir los fenómenos de esta realidad; en segundo lugar, aspiran con el mismo servilismo a trabajar para la sensación del momento, predican la moral pasajera del momento y piensan que con ello hacen al arte útil» (se refería indudablemente al arte del realismo, entonces la vanguardia social del momento, pero bien hubiera podido referirse a todo lo que tras del mismo aconteciese). «Sobra decir -continúa- que no consiguen ni lo uno ni lo otro. En su infructuosa persecución de los mínimos pormenores imaginarios de esta realidad lo único que consiguen es perder la auténtica realidad del todo. Es más, movidos por su afán de unir el arte con la utilidad y el aleccionamiento externos, en detrimento de la belleza interna, convierten al arte en la cosa más inútil e innecesaria del mundo, pues una obra de arte mala, aunque esté hecha con las mejores intenciones, a nadie enseña nada y no puede tener ninguna utilidad».
Uno de los males presentes de las artes actuales es esa absoluta «prescindibilidad» de lo por las mismas realizado. Situación que pone contra las cuerdas al colectivo de artistas que aspiran a realizarse en ellas. Si el arte prescinde de los valores de una espiritualidad, ausente en nuestro medio, de una sacralidad, termina por banalizarse en sus fines. La lucha de los artistas más notables, especialmente entre los nuestros de Jorge Oteiza (a través del figurativismo religioso del primer periodo, y del racionalismo formalista, del segundo, en su “Propósito experimental”, que terminara en vacío mediante el procedimiento de desocupación), consistió en dar una explicación teleológica de su quehacer que diera sentido a nuestras vidas. El arte es una herramienta del sentido o no es nada. Y decir esto significa que el arte, para que sea verdadero, debe acercarnos al misterioso mundo de lo oculto y tan solo aparentemente no dado.