Ramón SOLA

Ni buen cine ni aportación social, y mira que Currin lo advirtió...

Resulta significativo que todo el foco previo al estreno ayer de “No me llame Ternera” haya estado posado sobre Jordi Évole y Marius Sànchez y el lío en que se metían. Porque cualquiera entiende que quien más arriesgaba con esta película no son ellos, sino quien se sentaba al otro lado de la mesa.

(ZINEMALDIA)

Todo periodista sabe (sabemos) que, al hacer una entrevista, va de mano. Y, si es una entrevista-película, se le añade la ventaja abrumadora del montaje. En el caso de Josu Urrutikoetxea, a esta inferioridad obvia de partida se le suma la enorme lupa de los tribunales ávidos de encarcelarlo como sea, pese a su papel clave en el fin de ETA. Mal negocio.

Pese a ello, dio el paso de sentarse ante Évole, algo que muestra una voluntad constructiva y/o una intención sanadora. La pregunta es: ¿Se puede reconstruir y sanar sobre el panorama de ruinas que deja un conflicto armado de tantas décadas y tanto sufrimiento? ¿Lo puede hacer Josu Urrutikoetxea? ¿Lo quería hacer Jordi Évole?

Llevando el tema a una escala mayor; “Oppenheimer” acabará probablemente en referencia antinuclear, ¿pero qué efecto habría tenido una entrevista al físico enfocada principalmente a la audiencia japonesa, pongamos allá por 1955 o 1960, e intercalada una y otra vez con imágenes de Hiroshima?

IRLANDA-EUSKAL HERRIA

Cierto es que el propio cine prueba que sí, que su poder catalizador se impone a menudo. Veamos Irlanda: Cualquier espectador vasco otorgará un cierto valor constructivo o sanador a “En el nombre del padre”, “Michael Collins”, “Agenda oculta”, “Omagh”, “Hunger”, “El viento que agita la cebada”, “Bloody Sunday”... (y hay más).

Aquí todo parece más difícil o, sencillamente, inviable. Quizás la diferencia sea solo por distancia, geográfica o temporal, respecto a la tragedia rodada. Pero quizás también haya una divergencia de fondo, de naturaleza. Brian Currin decía en privado que vascos y españoles comparten carácter «latino»; en jerga diplomática, una visceralidad bastante cerril frente al pragmatismo anglosajón.

Visceralidad en todo su patético abanico. En la sala en el estreno de este viernes se han escuchado algunos murmullos de indignación con las respuestas de Urrutikoetxea sobre el interrogatorio sobre los coches-bomba. Pero también risas -sí, risas- en media docena de momentos.

El primero ha sido cuando el entrevistado corrige al entrevistador para hacerle ver que Donibane Lohizune «no es Francia»; posiblemente ni Évole ni Urrutikoetxea presentan su mejor versión en estas casi dos horas, pero el público tampoco está para echar cohetes. También risas socarronas cuando Urrutikoetxea señala que «matar no está bien», eso que tanto demandan tantos. La «mochila pesada» que reconoce el militante tras tantas décadas de acción armada requería una respuesta menos frívola al otro lado de la pantalla, pero es lo que hay.

¿Se verá diferente este “No me llame Ternera” desde Irlanda? ¿O aquí dentro de 20 años? Puede ser. De momento solo deja más humo en esas ruinas aún calientes. A ello contribuye un interrogatorio más policial que político y más moralista que ético. Veterano como es, Évole intuía el chaparrón y se cobija bajo el paraguas de un cuestionario escorado (la tortura o la cárcel quedan relegadas a los rótulos de inicio y final) y un montaje tramposo.

Le ha seguido todo lo que se podía temer: filtraciones con afanes saboteadores, justificaciones a la defensiva, proyecciones previas selectivas, exigencias de vetos, descalificaciones sin ver, distorsiones tras ver, apelaciones a los tribunales, pintadas… Entre todos la mataron y la película se ha muerto antes de nacer.

¿ES RUIZ O ES EL PERDÓN?

Puestos a rescatar algo, sobresale el modo en que Josu Urrutikoetxea reconoce su participación en el atentado mortal contra el alcalde de Galdakao en 1976. Y también el tino de Évole y Sànchez para interpelar a Francisco Ruiz, policía malherido en aquella acción. Pero incluso esto acaba pinchando en hueso: si bien Ruiz se emociona al principio de la secuencia, acaba reclamando que Urrutikoetxea le pida perdón.

Ampliando el foco, a esta historia puntual se la ha dado gran realce mediático ante el estreno pero, en su última entrevista, ETA ya apuntó a la posibilidad de ayudar a esclarecer algunos casos pendientes en un esquema exento de persecución penal, como es este caso ya amnistiado. Nadie cogió el guante. ¿Interesa la verdad o solo la venganza? ¿Es Ruiz o es el perdón?

El sabotaje interno y externo convierten al trabajo en intrascendente. Cinematográficamente roza el bodrio, con la salvedad del inicio y cierre con el tema del atentado de Galdakao y el diálogo indirecto Urrutikoetxea-Ruiz. Una víctima de ETA ha admitido que se le hizo largo el visionado.

Con todo, peor es que como aportación social vaya a resultar irrelevante. Si se trataba de deshumanizar al militante, era reiterativo de entrada. Si de asentar un relato unidireccional, prescindible. Si de (re)crear polémica, impertinente. Tras la proyección es previsible que todas las baterías se dirijan ya únicamente contra Urrutikoetxea (el director de Zinemaldia ha abierto la espita en un artículo de prensa). Pobre balance.

Quizás para calibrarlo todo baste imaginar a un responsable del terrorismo de Estado dando la cara en una entrevista de 120 minutos para explicar qué hicieron ellos, cómo, cuándo, a quién, e incluso por qué y para qué. Aunque eso aún no cabe imaginarlo en Zinemaldia… ni en un certamen de ciencia-ficción.