Maitena MONROY
Profesora de autodefensa feminista
GAURKOA

El pasado como coartada o la vida cortada por el pasado

Hay una tendencia a explicar nuestras actitudes y conductas como mera expresión de nuestro pasado. Si bien es cierto que aquello que hemos vivido forma parte de nuestra biografía, no necesariamente tiene que ser un determinante opresivo de nuestra realidad o, dicho de otra manera, no todo lo que haga va a estar limitado por las fuerzas ajenas a mi voluntad y que me han impactado para, irremediablemente, dejarme a expensas del trauma. El trauma se suele utilizar no para entender, sino para justificar cualquier comportamiento basándose en la infancia o la violencia sufrida. Justificación que nos llevaría a otorgar carta blanca para quien haya vivido situaciones traumáticas. Poder identificar las violencias que nos han atravesado nos debería ayudar a entendernos y a reconocer en qué momento lo que me está moviendo hacia un lugar que no quiero ocupar, es mi pasado. A veces, con cuestiones que creía ya resueltas; otras, con situaciones que, a pesar de haber sido reconocidas, no acaban de ser resueltas porque las experiencias traumáticas no se resuelven, no se cierran, se sobrevive a ellas.

Desde la distancia del desconocimiento cualquier experiencia resulta más fácil de negar o de infravalorar. Por eso nos empeñamos en que el desconocimiento no sea la causa de la inhumanidad que podamos llegar a ejercer. Cuando te aproximas a cualquier experiencia vital dolorosa es difícil no empatizar. Aunque no siempre el sufrimiento esté unido a una realidad material de violencia. Entender el dolor de cada experiencia de vida nos humaniza y nos permite acompañar mejor los procesos de las otras, saber desde qué lugar se habla o qué lugar se cree ocupar.

Por otro lado, los sufrimientos encarnados son propios, pero el origen de muchos de ellos es político porque están enmarcados en las normatividades, en los mandatos y clichés. Otra cuestión es que la mochila que arrastramos de nuestros traumas pueda ser carta blanca para exigir que el resto de las personas se ocupen o me deban restituir en cada segundo de mi existencia por todo el sufrimiento acumulado. Identificar el malestar, su origen, debería de hacer posible una reparación que, en el caso de las violencias machistas, nunca será enteramente satisfactoria, puesto que no son meros episodios aislados sin conexión, o hechos puntuales que puedan cerrarse como el cierre de las heridas. Las cicatrices nunca se van, siempre son más o menos visibles y, lejos de anclarnos en el sufrimiento perpetuo, deberían servir de recordatorio de la resiliencia que hemos alcanzado, siempre con el apoyo de otras. Nada, ni nadie, sana en soledad. Exponerse es un acto de valentía y de fuerza que tendría que ser recogido desde la ternura de la comprensión, desde la formación feminista para la intervención, pero no desde el paternalismo. Asimismo, desvelar el daño ejercido por otros, fruto de los procesos de socialización, de las violencias vicaria, institucional, etc., nos otorga un lugar para nombrar, necesario para comenzar la recuperación integral a pesar de que nunca volveremos al mismo lugar, al punto de inicio. Cada experiencia de vida nos acompaña en esa mochila. Descubrir cuánta de mi reactividad, de mi manera de estar en el mundo, es fruto de ella, es un largo camino que cuando lo expones facilita que los otros te entiendan, pero no implica que las mismas estén en deuda contigo. La mochila no es un comodín para no responsabilizarse de una misma, sino para poder ser cada vez más consciente de hasta qué punto las cicatrices cerradas son compañeras de vida. No hay nunca un pasar página, sino una continuidad de vida con garantía de que alguna vez el trauma volverá a hacerse presente para ayudar a entendernos.

El fin de semana pasado, en un taller con mujeres de las que transforman las vidas que acompañan, se planteaba el sempiterno debate sobre las víctimas de la violencia machista. No verlas solo como víctimas, sino dimensionar que su vida, que ellas mismas son mucho más que la violencia que las ha atravesado. Totalmente de acuerdo. Las mujeres víctimas de violencia son mucho más que el despojo que quisiera generar el patriarcado. La trampa se basa, precisamente, en no ver ni reconocer a las víctimas, no garantizar sus procesos de recuperación y dejar a las mujeres en la situación de indefensión perpetua al no reconocer los efectos de la violencia, en definitiva, con ello se elimina el poder de agencia para elaborar las estrategias de una supervivencia política. El asunto es espinoso y puede ser un arma de doble filo, por un lado, no es posible recuperarse de aquello que no se reconoce y, por otro, cómo evitar quedarse en la herida o, incluso, utilizar la misma para no responsabilizarse de la propia existencia. Este elemento es difícil en las mujeres que, normalmente, no solo tiran de sus propias vidas, sino de todas las vidas que sostienen, a veces, olvidándose de la propia. Por eso resulta más complicado poder centrar la mirada en el proceso de una misma. Además, hacer comprensible los aprendizajes y mandatos en torno a los afectos, a la sexualidad, la estructura de creencias, las presiones de género, para darle sentido a lo vivido, no resulta sencillo en este modelo de libre elección, ni tampoco desde la trampa de la diversidad que anula la opresión y los privilegios de la dominación.

Muchas mujeres viven pegajosamente unidas a una violencia que no se acaba al cerrar la puerta, al acudir a las comidas familiares, a su centro de trabajo, a sus institutos, a las fiestas de su pueblo, sino que se eterniza en todos esos contextos. El nivel de exigencia para no victimizarse es tan elevado como el daño social que se desprende de la invisibilidad del daño personal, de la violencia no nombrada, pero real. Entre no ver a las mujeres solo como víctimas a poder reconocer las violencias que nos atraviesan hay un largo desierto.