Emoción y razón ante los Caídos
En una entrevista, mantenida por las Asociaciones por el Derribo del «Monumento de Navarra a sus muertos» con la consejera Ana Ollo, sostuvo esta que la mayoría de las razones esgrimidas para exigir la demolición del edificio se habían hecho desde un «punto de vista emocional». Y apuntaba la necesidad concitar otros enfoques. Exactamente, los de naturaleza legislativa, jurídica y administrativa.
De lo que se podía deducir cierto atisbo, no de desprecio, pero sí de duda hacia las emociones como motor primero y último de la conducta y que el tópico de que las emociones nos ciegan sigue intocable. Hasta se habla de actitudes viscerales, olvidando que el cerebro es una víscera. Y se añade que el corazón nos pierde, aun sabiendo que el corazón ni habla, ni piensa, ni siente. Como describía el reconfortante Ambrose Bierce: «el corazón es una bomba muscular automática que hace circular la sangre».
Se puede aceptar que no hay «emociones racionales», aunque sí inteligencia emocional (Coleman), entendida como mecanismo profiláctico para atemperar los latigazos que el cerebro nos envía al cuerpo cuando la vida no nos sonríe. ¿A quién le gusta recordar que sus abuelos, sus padres o sus tíos fueron asesinados o que sus abuelas y tías fueron violadas por unos matones? Que ese recuerdo proporcione unos calambres de tristeza infinitos no significa que ciegue el intelecto y oscurezca la racionalidad. Menos aún que no se sepa con exactitud de geómetra lo que pensamos y decimos cuando exigimos la demolición del monumento. ¿Que solo lo hacemos desde una perspectiva emocional? ¿Y qué creen que hacen quienes piden lo contrario? ¿Acaso, quienes exigen la resignificación se basan únicamente en una racionalidad fría, libre de recuerdos capaces de generar en su organismo momentos de emoción? ¿Y los políticos? Cuando piensan qué hacer con el edificio, en modo alguno se ven libres de esas connotaciones. Pero, al parecer, estas asociaciones a ellos no les mengua su hipotética lucidez.
No negaré que en un estado emocional convulso sea más difícil pensar con frialdad. Pero esto no es más que una premisa que usamos cuando interesa y contra quienes nos importa descalificar. Además, bien sabemos que pensar no basta para actuar correctamente. Lo que es inaceptable es acusar a los iconoclastas de que la emoción les nubla el juicio, y a los iconófilos, no. Como si estos tuvieran acceso a la verdad objetiva y universal por ósmosis, no permitiendo que su subjetividad emocional, al recordar al abuelo carlista y falangista, les ciegue el intelecto.
Con relación a la perspectiva legislativa, puede que las leyes estén exentas de cualquier zurrapa emotiva. Pero las leyes no las hacen ni ángeles, ni demonios, sino seres humanos (eso es lo que parece). Pero en su elaboración, ¿acaso abandonan su caja personal de resonancias sentimentales. Más todavía. Quienes las interpretan son jueces que, en ocasiones, anteponen sus creencias al dictum de la ley. Así que, ¿por qué confiar tanto en el aparato legislativo, jurídico y administrativo? De hecho, en la práctica han sido las asociaciones quienes más han recordado al poder político la existencia de una Ley de Memoria Democrática que contempla la demolición de los edificios de exaltación fascista y donde en ninguna línea de su redacción postula la petardada esa de la resignificación.
Si repasan las leyes que se han dictado por los distintos gobiernos autonómicos y centrales el espectáculo no puede ser más bochornoso. Es la imagen de un fracaso absoluto. ¿De la emoción o de la racionalidad?
Por regla general, ninguna de esas leyes democráticas se han aplicado a la realidad denunciada. Ni la magistratura, ni la clase política se han tomado en serio el hecho antidemocrático que supone mantener en pie esta parafernalia arquitectónica fascista. ¿Será por causa de la emoción que experimentan al contemplar esos símbolos y edificios lo que les impide dictar racionalmente la desaparición de tan obscena simbología? ¿Acaso no era ese el fin higiénico que establecía la Ley de Memoria Democrática?
En Navarra se han elaborado tantas leyes, normativas y órdenes para borrar de nuestras calles y edificios símbolos de enaltecimiento de golpistas, que ya no merece la pena enumerarlas. Peor. Cuando se hace, será para recordar que el Monumento a los Caídos nunca ha figurado en ellas como edificio de exaltación fascista.
Nadie olvida que el Tribunal Administrativo de Navarra, que no forma parte de la judicatura, ya rebautizó el edificio de los Caídos descarnándolo de su significado golpista. Y al estar rebautizado, antes de que llegara la ola de resignificadora, ya no exalta ni enaltece golpistas. De alucinar. Racionalmente, claro. Una ingente base legislativa convertida en nada por una decisión administrativa, redactada bajo la inspiración no solo de la racionalidad de un discurso jurídico, sino, también, de la emoción política de quien dictó dicho bautismo.
¿Hay forma de arreglar este embrollo? ¿Por la emoción o por la racionalidad y su conglomerado de leyes? Las leyes plasman lo que el pragmatismo de los políticos consideran oportuno sobre un determinado asunto para mantenerse en el poder, saltándose a la garrocha lo que dictamina la verdad objetiva de lo que se legisla. No se mueven por una ética de los principios, sino por una ética de las consecuencias. Y cuando las consecuencias se miden por los réditos políticos, malo.
Y dejen de hablar de resignificación. Si han decidido dar un nuevo fin al edificio, sean coherentes con la semántica. Digan reutilización: volver a utilizar algo con la función que tenía antes o con otros fines. Lo que, más que un rompecabezas, sería un problema ético. Porque, ¿cómo se puede reutilizar un medio, hasta la fecha intrínsecamente fascista, convirtiéndolo en un medio/fin al servicio de la democracia? Sería lo mismo que reutilizar Mola al servicio de la democracia actual, que es lo que algunos de derechas pretenden, pero que lo hagan las izquierdas...