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¿Qué hubiera pasado si él hubiera parado?


Este año, repleto de «supuestas películas feministas», me ha llamado la atención lo desapercibida que ha pasado, para crítica y público, «How to have sex». Esta película aborda la presión sexual a la que están sometidas las jóvenes y el consentimiento que, en un abrir y cerrar de ojos, se puede volver agresión. Les recomiendo verla. De hecho, creo que sería un buen ejercicio para trabajarlo en las tutorías de los centros educativos si quien acompaña el visionado tiene la formación para hacerlo, porque nombrar al patriarcado sin desenmarañar su significado es como dar una radiografía y no explicar si lo que vemos es un hueso sin fractura o con ella. Es desinformar, pese a que parezca que estamos informando.

El consentimiento puede cambiar y, de hecho, cambia muchas veces, tanto en nuestras relaciones, como en nuestra vida. En el caso del consentimiento sexual, deseo y voluntad son ingredientes indisolubles, que se permean y se retroalimentan. Parecería que la voluntad es algo más objetivable que el deseo, que permanece oscuro, salvo para la actual tecnologización de la domesticación. Por eso, muchas teóricas nos han facilitado y facilitan con sus investigaciones acercarnos al mundo de lo simbólico, de cómo aprehendemos los mandatos y de la importancia para el sistema del control sexual de las mujeres y, por tanto, del deseo. Les vendemos a las chicas, a través de un mercado hipersexualizado, la importancia de gustar, de desear y no les hablamos de la arquitectura del poder patriarcal, del aprendizaje del deseo masculino como dominio. Les exponemos a enfrentarse a una realidad sin explicarles esa arquitectura con la que se han ido cruzando y les infiltrara a lo largo de toda su existencia. La violencia no tiene que ver con el sexo; son los relatos socio-culturales los que cimientan la relación entre poder masculino, violencia y sexo.

La pregunta con la que abro este artículo es la que, recientemente, le devolví a una mujer joven que sufrió una violación «no estándar», según nos relatan las producciones culturales y los medios de comunicación y que, sin embargo, es el formato de violación más habitual. Esta mujer, siendo adolescente, sufrió una agresión en su primera relación coital. Ella, inicialmente deseaba mantener la relación sexual, pero al sentir dolor quiso que el chico con el que estaba manteniendo la relación parase. Se lo dijo, se lo expresó abiertamente y, aun así, él no paró. Cuando me relataba lo ocurrido, ella solo podía pensar en qué hubiera podido hacer, de manera diferente, para que la agresión no hubiera sucedido o para poder pararla. Son preguntas recurrentes e inevitables tras una agresión. De hecho, hay víctimas que intentan reproducir la situación de agresión en un intento de resolver lo vivido, de recuperar el control de su propia existencia. Es una estrategia psicológica para buscar solución a algo que no la tiene, puesto que lo ocurrido no se puede borrar. Intentar revivir una experiencia de violencia sin violencia es imposible, lo que suele provocar una revictimización y un desgaste de las víctimas, atrapadas en el deseo del control de la situación. El centro de la acción se sitúa en la víctima, en una aspiración de recuperar una capacidad de agencia que se le supone perdida, porque la escena no responde a la recreación cultural de una violación. Cómo no pudo hacer más si el agresor no fue contundente físicamente.

Sabemos que para trabajar el trauma se necesita inicialmente centrarse en el daño, en los efectos múltiples que genera en las propias víctimas para, a posteriori, alejarse de él y poder centrarse en elaborar la resiliencia. La mujer a la que he acompañado había pasado por terapia durante años sin que nadie le diese la oportunidad de nombrar esa agresión como tal. Quienes pretenden asimilar este tipo de violencia con otras violencias se desentienden del marco de las relaciones de género como determinante psicológico, cultural, económico y social que no comprende meras expresiones estéticas o psicológicas, sino que implica unas dinámicas de poder que operan desde fuera pero también desde dentro de cada una de nosotros. Si incorporamos la teoría feminista podremos identificar, moderar, aunque siempre estaremos expuestas a esa presión que no desaparece porque tú estés en tu lugar. En cualquier caso, por mucho que sea necesario para sobrevivir, no queremos regular individualmente las presiones. Queremos erradicar el patriarcado y por ello nos empeñamos en señalar la importancia de cada experiencia como única, pero inmersas todas ellas en una estructura que nos permite romper con la excepcionalidad y dotar de sentido político a las mismas. Desde hace tiempo me rechina que todo se centre en la capacidad y el poder de las mujeres. Es lo que hizo conmigo la tradición feminista que me instauró la sospecha ante la realidad y la ficción que la recrea. Nos venden el poder casi como innato y con una capacidad de influencia en lo relacional que encaja muy bien en los discursos «empoderantes» de la omnipotencia, donde tú decides cómo quieres vivir y el resto debemos de respetar esas elecciones, como si cada existencia no tuviese influencia de y en otros. Dejaremos para otra ocasión hablar de una nueva moda que ya se está haciendo viral, las tradwifes, mujeres jóvenes, modernas que desean ser mujeres tradicionales y dedicarse al cuidado de sus novios, maridos o prole, si la hubiera. Por cierto, novios o marido que no parecen oponerse a tal dedicación voluntariosa y de libre elección.

Los que siempre quedan fuera de la radiografía son ellos, los agresores, a los que seguimos sin ver, pese a la alta tasa de incidencia de agresiones porque sí ellas están ahí, pidiéndonos respuestas, acompañamiento y reparación, ellos son un limbo, un imaginario de hombres perdidos, acomplejados, temerosos del gran poder de las mujeres e incapaces de saber cuándo están violando a sus compañeras. Posiblemente es que ni siquiera se lo plantean.