Personalidad y carácter
Que la Budapest Festival Orchestra es una formación de gran nivel no es ningún secreto y que Ivan Fischer es un director con gran carisma, tampoco; pero no es lo mismo saberlo que presenciarlo en directo en un concierto singular, como sucedió el sábado en el Auditorio Kursaal.
Como sorpresa inicial, la orquesta estaba colocada en su orden alemán-europeo -con las cuerdas dispuestas de la izquierda del espectador a la derecha en el siguiente orden: violines primeros, violonchelos, violas y violines segundos, con los contrabajos en una hilera al fondo de la orquesta-, en lugar del habitual orden americano -violines primeros, segundos, violas, cellos y contrabajos detrás a la derecha-.
No debería ser esto algo reseñable, salvo porque la manera en la que se distribuyen los instrumentos en el escenario influye en la acústica del espacio y en la experiencia del oyente, y esta disposición “desconfigura” completamente el recuerdo que de una obra tenga un espectador experimentado, como a muchos les habrá sucedido con la sinfonía de Dvořák.
Comenzó el concierto con una obra no demasiado habitual, la Obertura sobre temas hebreos de Sergei Prokofiev, una pieza de claro corte festivo judío a la que no le faltó un clarinete klezmer para darle el toque de autenticidad -bravo por el clarinetista de la orquesta, que avanzó hasta la posición de solista junto al podio del director para interpretar con maestría estos pasajes-.
Esta breve pieza de apenas ocho minutos está repleta de gradientes dinámicos y variaciones rítmicas y grandes bloques sonoros que sirvieron, como si del “abstract’ de una tesis se tratase, para enunciar todo lo que se podría escuchar a continuación durante el concierto y que demostraron un control absoluto por parte de Fischer y una compenetración con su orquesta casi intuitiva.
Para la segunda pieza del programa, el Concierto para violín n.2 de Bartók, fue necesario el concurso de la violinista moldava Patricia Kopatchinskaja, una instrumentista extravagante, excéntrica y algo histriónica a la que sus manías y aspavientos eclipsan en demasiadas ocasiones sus dotes interpretativas y técnicas.
PatKop -como le gusta hacerse llamar- comenzó el concierto con un sonido áspero y agresivo, cargando el arco con mucho peso sobre las cuerdas, que evidenció el sonido grave y ancho de su violín. Sin embargo, pronto alternó este sonido con otro mucho más lírico y liviano, aunque también adornó este sonido en algunos pasajes con una forma quejosa de arrastrar las notas, muy afín a su acusada personalidad. El carácter impetuoso de la obra se vio reforzado por el genio y el innegable virtuosismo de la violinista, cargado de fuerza expresiva, pero también por la destreza de Fischer quien, como si de un arquitecto se tratase, había diseñado un plan preestablecido de construcción de la pieza, que llevó a cabo con absoluto control y dominio.
Tras una merecida ovación, Kopatchinskaja obsequió al público con una curiosa propina, muy acorde a su peculiar carácter: el Presto en do menor de Carl Philip Emmanuel Bach… para piano, que interpretó con delicados pizzicati junto al solista de violonchelo de la orquesta.
En la segunda parte de este largo y exigente programa se pudo disfrutar del sonido puro de la orquesta, sin distracciones, con la Sinfonía n.7 de Antonín Dvořák, que cerraba un repertorio muy cohesionado, de claro sabor a la vieja Europa.
La Budapest Festival Orchestra sonó rotunda, empastada, con un sonido muy elaborado que buscaba una tímbrica y un cromatismo concreto para cada sección, dando mucho protagonismo a voces concretas en cada pasaje. Imposible en este punto pasar por alto el sonido poderoso, redondo y vibrante de la cuerda de trombones y la sensación de dolby surround que producían los contrabajos al fondo de la colocación orquestal.