20 AGO. 2024 QUINCENA MUSICAL El peculiar sello de Fischer Fischer, al frente de la orquesta. (MUSIKA HAMABOSTALDIA) NORA FRANCO MADARIAGA Si el sábado escuchábamos a la Budapest Festival Orchestra en todo su esplendor romántico, el domingo pudimos disfrutarla en un contexto clásico totalmente diferente, con un programa dedicado íntegramente a Mozart. De nuevo con la misma disposición alemana-europea del día anterior, pero con los contrabajos abandonando el fondo orquestal para colocarse en una posición más ortodoxa tras y junto a los violines primeros, el concierto comenzó con la Sinfonía n.38 en Re Mayor, conocida habitualmente como ‘‘Praga’’. Además del orden, el tamaño de la orquesta también era mucho menor, ya que una sinfonía clásica no requiere un gran número de instrumentistas. Aun así, en el primer movimiento de la sinfonía la formación húngara sonó rotunda y sin afectaciones y, aunque el sonido de esta orquesta y, sobre todo, su volumen hacen pensar en un atleta pasado de esteroides, no es menos cierto que este primer movimiento presentó todos los contrastes dinámicos, todos los diálogos interseccionales, todos los fraseos y cada una de las articulaciones necesarias y deseables, con estricta rigurosidad por parte de Fischer, que requiere una sinfonía de Mozart minuciosa y cuidada. El segundo movimiento, ‘‘Andante’’, con un sonido menos intenso, recuperó esa delicadeza, esa elegancia y cierto jugueteo que se espera de un Mozart. El tercer movimiento fue el que más se ajustó a un Mozart canónico en su interpretación: vivaz, contradictorio, espontáneo y vital, sin perder la pulcritud clásica, tuvo en todo momento el sello personal de Fischer. Tras la pausa, la disposición de la orquesta se acomodó de nuevo con una variante sorprendente, en una especie de doble coro a ambos lados de un órgano positivo, con violines primeros, violoncellos y contrabajos a la izquierda del espectador, y violines segundos, violas, otro contrabajo, trompetas y timbales a la derecha, maderas al frente, y los tres trombones al fondo distanciados entre ellos, en una curiosísima colocación que, sin embargo, se ajusta perfectamente a la escritura musical, sonoridad y reparto de voces. Los solistas, desde su posición entre los trombones, fueron, seguramente, el elemento más débil: el tenor Martin Mitterrutzner cantó con exquisito fraseo y apropiado timbre, pero su emisión no fue homogénea; la mezzosoprano holandesa cantó con gusto y elegancia, luciendo un color cálido y aterciopelado, aunque con discreción; el bajo-barítono Hanno Müller-Brachmann mostró un agradable registro grave y facilidad en el resto de la extensión, pero sorprendió su emisión, algo plana y ligeramente abierta; la soprano Anna Lena Elbert cantó con voz clara y tintineante, pero le faltó vuelo en los agudos, rozando la afinación en varias ocasiones. El coro, verdadero protagonista de este Réquiem, e interpretado por el Orfeón Donostiarra, cantó con absoluta pulcritud, con un gran trabajo de claridad en las secciones fugadas. Las diferentes cuerdas sonaron homogéneas y empastadas, destacando la calidez del canto piano, pero el color de las sopranos pecó de un exceso de blancura, casi aniñado en algunos pasajes. Pecó también el coro de muchas entradas blandas, poco decididas, que, si bien es cierto que Iván Fischer no marcó con la suficiente claridad, la obra es más que conocida por el Orfeón como para poder demostrar un poco más de seguridad y autonomía. Esta ‘‘dejadez’’ de Fischer respondió a su preocupación por construir una versión propia de la archiconocida obra, cosa que consiguió con una meditadísima, coherente y, a la vez, sorprendente elección de tempi, una puntillosa atención al fraseo y al acento prosódico y ciertos contrastes dinámicos, así como un cuidado interés en los diferentes colores orquestales. Ahora bien, hay una cuestión principal llamativa que genera reflexiones consecuentes: ¿cómo es posible que una formación como la Budapest Festival Orchestra, con solo cuarenta músicos para interpretar el Réquiem y una atención casi obsesiva por la sonoridad, participe con un coro de ciento catorce integrantes, cuando una obra de estas características no requiere más de sesenta? Sin duda tuvo que resultar muy apetecible y gratificante para los orfeonistas participar en este concierto, tanto por la obra como por la orquesta y el Maestro, pero deberían primar siempre en conciertos de estas características las cuestiones musicales. No es natural que más de cien voces se equilibren con 40 instrumentistas, el coro no tuvo la presencia que se le espera a una masa de ese tamaño, lo cual genera, si no desconfianza, sí una pequeña curiosidad por ver cómo saldrán airosos -que lo harán- de la Missa Solemnis de Beethoven el próximo viernes 23.