Regatear y negar derechos es mezquino
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El futuro de los y las migrantes menores de edad no acompañadas que han llegado en los últimos meses a Canarias ha vuelto a poner de relieve la incapacidad de las instituciones y partidos españoles de abordar un tema complejo y capital de nuestro tiempo. La forma misma de encarar el tema, como si de distribuir mercancías se tratase, ya es un despropósito. ¿Qué imagen va a tener la población de un colectivo que los gobernantes hacen lo imposible por rechazar? Asimismo, la vulneración de derechos que sufren en unos centros de acogida desbordados, denunciada ayer por Amnistía Internacional, nos interpela de forma directa. Defender los derechos que, como seres humanos, tienen estas personas no es ser buenista, es cumplir con el compromiso con la dignidad humana. Regatear y negar esos derechos es mezquino, cruel y peligroso.
La carpeta de la migración va mucho más allá, en cualquier caso. En el terreno legal, la Ley española de Extranjería denunciada ayer por Sortu, condena al ostracismo y a situaciones de vulnerabilidad a muchos vecinos y vecinas de nuestras ciudades, empezando por los problemas con el padrón. En el terreno social, actitudes nominalmente más tolerantes se mezclan con opiniones xenófobas cada vez más desinhibidas. Así lo atestiguó ayer la red antirrumores Zaska, que lleva trabajando contra los discursos de odio desde 2016.
La diferencia entre el porcentaje real de migrantes en la CAV (13,2%) y el percibido (24,2%), que según Ikuspegi volvió a crecer el año pasado, muestra un humus social propicio a la difusión de opiniones xenófobas y contrarias a la migración. Es ahí donde hay que actuar con acierto y talento, sin esconder retos ni dificultades. El primero de ellos es tener claro que la integración es cosa de dos. La llegada de migrantes cambia y reconfigura las sociedades de acogida. Hay que estar predispuesto a ello y hacer un esfuerzo. Nadie dice que vaya a ser fácil, pero sí necesario. De fondo, emerge la pregunta de quiénes serán los y las vascas del futuro, una cuestión que el independentismo vasco ya resolvió de forma brillante hace medio siglo, con una respuesta que sigue siendo válida.