Feminista por convicción; punk por devoción
Instigadora de la banda Bikini Kill, estandarte de Riot Grrrl, Kathleen Hanna convierte su autobiografía, ‘‘Rebel Girl’’ (Liburuak), en un doloroso pero estimulante recorrido, no sin contraindicaciones, a través de un momento creativo pleno de intensidad subversiva.

La música, como una de las disciplinas artísticas más arraigadas en el ámbito cotidiano, ha asumido en no pocas ocasiones el papel de sustitutivo respecto a otros vínculos de cohesión social. Ritmos y melodías convertidas, más allá de su naturaleza lúdica, en el idioma representativo de muchas personas que, huérfanas de otro tipo de arraigos, asumen la naturaleza de ciertos géneros como refugio donde perfilar su identidad.
Un patrón que podemos aplicar a Kathleen Hanna, líder de la banda Bikini Kill, máximo exponente del movimiento Riot Grrrl, y autora de una autobiografía ilustrada por medio de una escritura ajena a sublimaciones estilísticas pero poderosa en su naturalidad, fuente de ingenio, ironía o desgarro. A través de esa versátil configuración tejerá un prolijo relato vital del que emana un emocionante espíritu empático, capaz de rugir entre riffs de guitarra o prender las lágrimas al paso de sus muchos contratiempos.
CANTAR PARA SALVARSE
Antes de conquistar ese paraíso ‘‘morado’’ a través de imperecederas composiciones, la infancia de aquella niña nacida en Portland se circunscribe en torno a unos lazos familiares que ejercieron como soga y generadores de traumas inmunes al paso del tiempo. Una hermana mayor dictatorial, una madre abnegada y sobre todo un padre demasiado aficionado a las armas, a la bebida y con la insana manía de dormir acurrucado junto a ella, características sobradas para definirlo como ‘un asesino de sueños’, constituían un paisaje lo suficientemente frustrante como para buscar fuera de su sombra un entorno donde expresar su personalidad.
Aunque cantar, ya fuera participando en musicales durante su etapa escolar o propulsando su voz en alguna boda, significó la forma más plena para ahuyentar sus males, durante su vida se encomendó a múltiples disciplinas, que iban desde el patinaje, el teatro o la fotografía. Diversidad de lenguajes que no eran sino vehículos para un mismo propósito, esquivar su gris realidad y, de paso, visibilizar y canalizar aquellas tormentas que se apostaban en su mente, que no eran pocas y que además tomaban asiento junto a las que advertía a su alrededor.
Un insaciable impulso para hacer brotar la inspiración ni mucho menos regida por ínfulas egocéntricas, ya que aquella ‘‘performance’’, realizada durante su andadura universitaria, que pretendía denunciar la violación de una amiga era la derivación lógica del trabajo que realizaba en una asociación de ayuda a mujeres maltratadas. Y es que probablemente, cuando decidió montar una banda, fascinada tras conocer a Babes in Toyland o Fugazi, su propósito final no estaba muy alejado del hecho de descolgar el teléfono para servir de ayuda a alguna correligionaria, o incluso a sí misma, cuando fue agredida sexualmente por su mejor amigo. Ni Bikini Kill, su formación estandarte, ni la creación entorno a ella del movimiento Riot Grrrl, hubieran existido sin todas esas experiencias truculentas, propias y ajenas, que el libro relata y que indujo a que Kathleen Hanna se pusiera delante de un micrófono para arengar en favor del poder femenino.
Huracanada puesta en escena que sí tuvo antecedentes en toda esa ristra de discos que fueron pasando por sus manos, desde Boomtown Rats a Squeeze o Aretha Franklin, adentrarse en la escena punk guiada por las publicaciones del sello K-Records, alejado de la testosterona dominante, significó el avistamiento de un horizonte al que encomendarse. Pero si, como enuncia el dicho, lo peor de los sueños es que se pueden hacer realidad, el paulatino reconocimiento de su formación creció en paralelo a la desazón propia y al constante autoenjuiciamiento.
EL PARAÍSO NO EXISTE
Tanto el no pedido -pero indirectamente asumido- papel de portavoz feminista y el descubrimiento de que esa escena que tanto adoraba, y que había imaginado como su arcadia, fuera igualmente permeable al hedor machista, abría una brecha, a la postre insalvable, entre lo aspirado y lo ofertado por la realidad. Soportar a audiencias que buscaban el enfrentamiento directo contra la lenguaraz cantante de ese grupo de chicas que ofendía a la hegemonía masculina, o las afrentas vertidas por unos medios de comunicación incapaces de asumir su mensaje, sin embargo no era tan doloroso como escuchar los desaires esgrimidos desde su propio bando, ya fuera cuestionando su integridad por haber trabajado de stripper o identificar ciertas decisiones musicales con un adocenamiento creativo.
Un inestable ecosistema que fracturó la convivencia entre las integrantes de la banda y que sumadas a una concatenación de fallecimientos, entre familiares y allegados, siendo especialmente dolorosa la pérdida de Kurt Cobain, al que le unía una emotiva pero impredecible amistad, desembocaron en su final, que no el de su carrera musical particular, a la que daría continuidad con Le Tigre, un proyecto menos ligado a los cánones punks y donde exhibía una condición más liberadora y transversal.
Un nuevo suspiro artístico consecuencia directa de abandonar el rigor dogmático, aplicado a vida y arte, para salir en busca de un espacio donde divertirse, sin obviar su condición militante, suponía una necesidad ineludible. Trayecto, posiblemente, imposible de abordar si al ver sobre el escenario a Beastie Boys no hubiera despertado su amor por uno de sus cantantes, Adam Horovitz, quien acabaría siendo su marido y sobre todo un soporte especialmente rocoso en el difícil momento que significó conocer que esos achaques constantes de salud eran los síntomas de la enfermedad de Lyme, incapacitándola durante largos espacios de tiempo para realizar cualquier actividad pero que le reveló también la necesidad de aprovechar al máximo aquellos paréntesis. Épocas que dedicaría, ya en pleno siglo XXI, a revitalizar, sin precipitarse en su ritmo, algunos de sus proyectos anteriormente finiquitados.
‘‘Rebel Girl’’ es un relato personal, pero también el de una época y un lugar, y quizás por encima de todo una emocionante fábula sobre la inestable naturaleza de los deseos conquistados. Kathleen Hanna aprendió, no sin un peregrinaje doloroso, que pretender pintar de un solo color, por muy hermoso que sea, la realidad es una tarea imposible y repleta de frustraciones. Una lección que sin embargo no la alejó de sus instintos creativos ni de sus propias creencias, simplemente las moldeó para evitar su cataclismo. En esa reestructuración comprendió, y nos enseña, que siempre van a existir motivos suficientes para esperar que nuestros sueños se diluyan, pero hasta que ese momento llegue, si es que ocurre, nada hay más placentero que convertirlos en el alimento de nuestra vida.

1986: más secretos oficiales tras Zabalza y los GAL

Primer paso para garantizar el plurilingüismo en las instituciones

Reconocidos otros siete torturados por la Policía y la Guardia Civil

PNV y PSE aprueban una ley que apela a su artículo 145 y tiene solo 7
