Marea subcutánea
Recopilar dudas como si fueran escapularios que protejan de la tormenta informativa se ha convertido en un ejercicio de supervivencia. La Casa Blanca es una fábrica de pesadillas que compite con el Hollywood más ortopédico incapaz de proporcionar sueños atractivos. En las orillas de todos los barrancos, en los ribazos que limitan piezas y huertas, crecen hierbas, flores y conviven decenas de especies vivas que no votan. Descartes se dio cuenta tarde de que los que no piensan también existen.
Convivimos con partidos de fútbol que nos abstraen de las canalladas consentidas en Gaza, de la ignorada guerra en Sudán, que atendemos al conflicto de Ucrania a base de titulares ajenos a lo esencial porque forman parte de la propaganda. Por eso hiere la reflexión de un periodista que nos pregunta, ¿cómo debe ser la idea de hogar para quienes una bomba acaba de convertir su morada en una ruina? Duele plantearse esta pregunta. Y para quienes viven campamentos de refugiados, ¿qué significará lo de «hogar, dulce hogar»?
A veces los pensamientos producen en nuestra mismidad una marea subcutánea, como las confesiones de un doctor en medicina que confiesa que en la facultad les enseñan a curar enfermedades, no a personas. Entiendo que nos transmite la idea de que ellos saben más de lo que es una diabetes 2 porque tienen literatura médica y remedios farmacológicos que de un desengaño amoroso. Les importa mucho más la última analítica que nuestras aspiraciones curriculares o nuestros deseos familiares. Atienden una depresión como asunto exógeno a quien la padece.

«Sartutako zuhaitzek milaka urte iraun dezakeen basoa sortu dezakete»

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