29 JUL. 2014 KOLABORAZIOA Simplemente decidir Javier Sádaba Filósofo Han aparecido dos textos sobre Catalunya y la intención de muchos catalanes de someter a referéndum el futuro político que deseen. Uno y otro se presentan con el aura de ser firmados por intelectuales. Ya la palabra intelectual, a secas, produce, salvo casos muy especiales, cierto rubor. Y si se leen los nombres de muchos de los que firman ambos manifiestos, de la vergüenza ajena se pasa a la risa. El primero de tales manifiestos podría tacharse de duro, opuesto a cualquier diálogo y rezumando españolismo. Solo le falta la pandereta, unas castañuelas o la voz en off de Esperanza Aguirre. El segundo quiere ser más moderado y saca de la chistera un conejo: el federalismo. Pero a los dos les atraviesa la misma idea que, a lo que parece, les tortura. Y no es otra sino evitar, sea como sea, el reférendum y una hipotética independencia. El horror a una decisión popular les duele en lo más profundo de su corazón. El primero es directo, descarado, y no reniega de su olor a naftalina reaccionaria. El segundo es vergonzante, bienpensante y con el cinismo de los que juegan al columpio que los deje en la orilla que, según las circunstancias, convenga. Puestos a escoger, y si a uno le obligaran a ello, mejor dar media vuelta y meter las manos en los bolsillos. El primero nos devuelve a la España casposa. El segundo es propio de seudoprogresistas, enchufados, bien relacionados con las subvenciones y enemigos de decir sí o no. La afirmacion o la negación solo la recorren cuando hay pista y la agenda estatal lo permite. A un conocido filósofo australiano, por cierto, han debido invitarle para hablar de algo que le es tan lejano como a nosotros los canguros. Como es inteligente, no se detiene en la abundante doctrina positiva a favor de la autodeterminación ni en la base moral para que uno decida según sus intereses, sino que recurre a ejemplos que nada ejemplifican y a un supuesto sentido común. La confusa conclusión que saca tiende a defender al Estado español frente a Catalunya. Si de sentido común se trata, y sin olvidar el derecho o la moral, habría que recordar que la autodeterminación tiene su última raíz en la libertad de los individuos y no hay por qué entenderla de modo traumático. En ningún sitio está escrito o se dice que uno se marcha sin pactar antes las condiciones o dar lo que corresponda a cada una de las partes. Más aún, el ideal es que después de la separación las dos comunidades logren una relación más amistosa que la anteriormente existente. Como en una pareja que se separa y continúa con amistad y hasta con afecto. Pero para eso, que cada uno pueda escoger entre continuar unido o marcharse. A los dos textos, en suma, les atraviesa el miedo a la decisión de Jordi, Juan o Aitor. Y disimulan ese miedo con especulaciones sobre el derecho que ellos dicen conocer, los males que se nos vienen encima, la rotura y el desgarro de España, la supremacía de la Constitución que, soberana, cobijaría toda soberanía, la importancia de un Estado de Derecho que o no saben lo que quiere decir o lo usan como un comodín que se sacan, cuando quieren, de la manga. Podríamos continuar, pero baste un botón. Al final, que no se decida, que la casa en la que habitan no se modifique mucho, no sea que peligren sus puestos y que su sana y clerical doctrina ampare a los españoles. A los que quieren serlo y a los que, aunque no lo quieran, hay que imponerles que quieran ser. ¿Necesitamos un tercer Manifiesto? No estará de más, aunque es difícil saber cuántos se apuntarían a él o lo espeso del silencio que lo rodearía. Porque, eso sí, los muy demócratas son expertos en cegar espacios de libertad. O quizás convendría dar la espalda a tanta palabra, huir de las tribus y ayudar, de hecho, a aquellos que están dispuestos a cometer el pecado de decidir. Y si de decir alguna palabra se trata, podría reducirse a esto: simplemente, que decidan. En un sentido o en otro. Solo una pregunta para acabar: ¿por qué hablamos de Catalunya y no de Euskal Herria? Me gustaría que alguien me respondiera, pero me temo que el único eco será el del silencio.