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México se enfrenta a una de las peores masacres a manos de policías

El fiscal de Guerrero apuntó a policías municipales de Iguala como coautores, junto a miembros del cártel local, de la muerte de los estudiantes de Magisterio desaparecidos hace una semana en este municipio mexicano tras ser atacados por policías y civiles armados. El fin de semana, las autoridades hallaron seis fosas que podrían contener hasta 28 cadáveres, todos ellos calcinados. Tanto el alcalde como el director de Seguridad Pública están prófugos.

En una comparecencia el domingo por la noche, el titular de la Fiscalía General del Estado, Iñaki Blanco, apuntó a la participación de agentes de la Policía en la muerte de los estudiantes desaparecidos hace más de una semana en la localidad de Iguala. En la madrugada del 27 de setiembre, policías municipales, apoyados por civiles armados, dispararon contra estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa (de Magisterio), conocida por su activismo social.

En un segundo ataque que tuvo lugar en la carretera federal Iguala-Chilpancingo, civiles armados dispararon a los pasajeros de un camión en el que viajaban integrantes del equipo de fútbol Los Avispones, que se saldó con la muerte de un pasajero y del conductor. En total, hubo seis muertos y 43 estudiantes fueron declarados desaparecidos. El fin de semana, las autoridades encontraron al menos 28 cadáveres que habían sido enterrados en seis fosas en Pueblo Viejo, una zona montañosa del convulso estado de Guerrero.

Juan López Villanueva, alto cargo de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, indicó que para llegar a ellas hay que caminar una hora y media por un sendero deshabitado y sumamente estrecho de un escarpado monte, por el que parece imposible el paso de un coche.

Según explicó Blanco, los cuerpos fueron colocados sobre ramas y troncos y rociados con una sustancia inflamable que podría ser diesel, gasolina o petróleo. A petición de los propios compañeros de los estudiantes desaparecidos, nueve especialistas forenses argentinos participan en las labores de identificación, que se podrían prolongar entre 15 días y dos meses.

Hasta el momento, hay más de 30 detenidos por este caso, entre ellos una veintena de policías municipales y varios sicarios del cártel Guerreros Unidos.

Blanco reveló que ambos sicarios reconocieron que hicieron descender a tiros a los estudiantes del autobús y que se llevaron a 17 de ellos hasta un cerro de la comunidad de Pueblo Viejo, «donde tienen fosas clandestinas y donde dicen que los ultimaron». Los detenidos -por cuyos testimonios localizaron las fosas- aseguraron que la orden de acudir al lugar donde estaban los estudiantes se la dio el director de Seguridad Pública de Iguala, Francisco Salgado, en paradero desconocido junto al alcalde, y que la de capturarlos y matarlos fue del presunto líder los Guerreros Unidos, apodado «El Chucky».

Este crimen ha estremecido a México y de nuevo ha puesto sobre la mesa la profunda infiltración del narcotráfico. Podría convertirse en una de las peores masacres a manos de fuerzas del Estado desde que Enrique Peña Nieto asumió la presidencia. La ONU exigió el viernes a las autoridades una búsqueda efectiva. Su oficina en México manifestó que este caso está «entre los sucesos más terribles de los tiempos recientes».

Iguala, una ciudad en la que casi nadie sabe nada

En Iguala, casi nadie ha visto nada ni sabe nada: no saben dónde está su alcalde, no han escuchado disparos y nadie vio a los estudiantes que ahora todo el mundo busca. Pocos vecinos de la localidad saben algo de lo que pasó entre la noche del 26 de setiembre y la madrugada del 27. Solo persisten los rumores que hablan de venganzas de cárteles del narcotráfico y de alcaldes puestos a dedo.

Uno de los más extendidos lo cuenta un taxista: el alcalde les incumplió algo a los narcotraficantes que lo pusieron en el poder a cambio, entre otras cosas, del control de la Policía, y los narcos se vengaron poniendo en evidencia todo su sistema de corrupción y dejando claro quién manda en Iguala. José Luis Abarca, el alcalde, está huido. Ni cuando sus policías tirotearon varios autobuses de estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa, ni cuando les volvieron a disparar en la calle en el momento en que ofrecían una rueda de prensa improvisada, ni cuando tirotearon otro autobús con un equipo juvenil de fútbol, él no supo nada. Nadie lo avisó, nadie le pidió permiso para disparar; él, contó, estaba en un baile con su esposa. Ella, siguen los rumores, iba a ser la próxima candidata y probable ganadora a la Alcaldía municipal y supuestamente era familia directa de uno de los capos del cártel Guerreros Unidos, que habría financiado la campaña de su esposo y al que pertenecían la mayoría de los policías. En la compleja ruta hacia las fosas, muchos habitantes responden «yo no soy de aquí, estoy de visita», cuando se les piden indicaciones. Prefieren ignorar ese lugar adonde llegan camionetas desprendiendo el olor intenso y pestilente de la muerte.

Los medios, con las autoridades lejos de Iguala, se tienen que conformar con los rumores que avanzan mucho más rápido que las investigaciones y que también desprenden un aroma desagradable. Paula ESCALADA (EFE)