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¿Por qué lo llaman pecado si es delito?


No es la primera vez que sucede, y sucederá. Y cierta ciudadanía empieza a hartarse, no solo del modo en que el poder en general contempla y sanciona algunos delitos, sino que, también, lo está de la prensa en particular.

La noticia del pederasta, que andaba suelto por la denominada Ciudad Lineal y que en cualquier momento podría hacer una de las suyas, apareció en los medios una y otra vez con apestosa insistencia. Todas las cadenas, privadas unas y más privadas las otras -la pública ha dejado de serlo y solo lo es en la medida en que la pagamos todos-, nos ha anestesiado con un atracón de amarillismo indigesto, reproduciendo la figura de este desalmado ciudadano que se dedicaba a secuestrar y violar la infancia. Hemos conocido su físico, su edad, sus aficiones, su historial delictivo y hasta hemos sabido que también tenía madre. E, incluso, se han mostrado imágenes de la casa donde satisfacía sus inclinaciones sádicas y, en el colmo de la obscenidad, restos de vómitos y de pisadas de algunas de sus víctimas. Y, finalmente, se nos ha contado cómo peligra su vida en la cárcel donde ha sido confinado.

Durante más de diez días consecutivos, la prensa se ha cebado con vomitiva insistencia en este asunto, pues, como ella acostumbra a decir, se había creado un clima social de auténtico pánico. ¡Como si no fuera ella juez y parte en esa aclimatación perversa!

Sin embargo, la pederastia del obispo de turno apenas ha sido motivo de comentario informativo y de pretexto televisivo para poner a la Iglesia en el lugar que le corresponde del delito, por no haber sido capaz de detectar en su seno la presencia de una autoridad pecaminosa, como la del obispo polaco, Josej Weseolowski, nuncio en la República Dominicana, lo que da a entender que quienes rodeaban a este sotanosaurio participaban de sus orgías sexuales.

Este hombre, porque de un hombre se trata, chapoteaba en una inmensa charca pornográfica infantil con más de 100.000 archivos, distribuidos en 4 volúmenes con unos 130 vídeos y más de 86.000 fotografías con contenido sexual explícito de menores, a cuyo material habría que añadir otras 45.000 imágenes canceladas. Toda una vida dedicada al coleccionismo. ¡Qué paciencia la suya! Ni la de Job.

Pero que un obispo sea pederasta, y que lo venga siendo con las consecuencias pragmático-sexuales que de ello se deriva, no es motivo de alarma social. Y, quizás, se esté en lo cierto, pues hace tiempo que la Iglesia convive con esta lacra incapaz de limar sus asperezas, y, menos aún, terminar con la presencia en su seno de aquellos individuos a quienes ese órgano inferior transformable les hace cultivar variadas perversiones no contempladas en el evangelio de san Mateo, y sí en la obras del marqués divino.

Digámoslo una vez más.

Mientras que al primer caso se le ha dado una cobertura informativa como acostumbra a hacer cierta prensa amarrilla, hay que convenir en que cuando se trata de Obispos y Cardenales ese amarillismo informativo se vuelve tornasol, rebajándose drásticamente, es decir, no publicando las sevicias sexuales de los asotanados. Lo que extraña, pues no se puede comparar el morbo informativo de la pederastia de un obispo que la de un ciudadano vulgar. Es lo mismo que sucedía antaño. Era lógico y hasta previsible que un ateo se suicidara, pero si lo hacía un sacerdote ponía la lógica de san Agustín en un aprieto descomunal.

Pero esto no es lo peor. Mucho más grave es el modo en que la justicia se ha enfrentado con ambos hechos y los ha resuelto.

En ambos casos nos encontramos ante un delito contemplado por el Código Penal. Sin embargo, el trato recibido por el pederasta de Ciudad Lineal no ha sido en modo alguno idéntico al que se ha dado al obispo en cuestión. Al primero se le ha aplicado el Código Penal y, como era de esperar, se le ha metido en la cárcel. Al segundo se le ha aplicado la doctrina del evangelio, o lo que es lo mismo el Derecho Canónico, y así, en lugar de meterlo en una jaula con barrotes, se le ha apartado de su función episcopal y, a continuación, se le ha confinado a su domicilio, como si fuera Galileo. Suponemos que sin ordenador y sin la batería de archivos pornográficos coleccionados a lo largo de estos años. Lo suponemos porque nada se ha dicho del ambiente en que se desarrolla la vida de monseñor, pues ningún reportero ha ido a recabar información sobre ello.

Lo que ha cometido el pederasta de Ciudad Lineal es un delito. Lo que ha perpetrado el obispo es un pecado. Alucinante diferencia en el tratamiento de un mismo delito que nos hace evidente el repugnante sometimiento, no solo del poder político a la Iglesia, sino del mismo Código Penal, quien, le pese o no a la Iglesia, está legislado para todo bicho viviente, sea laico o sacerdote.

Y, si no es así, y mucho nos tememos que no sea así, eso significa, entre otras cosas, que la democracia sigue estando cautiva por los grilletes de un nacionalcatolicismo más vivo que nunca y que sigue invadiendo el terreno de la política y del delito con una parsimonia y una chulería como en los tiempos del infame.

¿Por qué lo llaman pecado cuando es delito? ¿Acaso la pederastia cultivada en el jardín de la iglesia no es quebrantamiento de la ley civil? Lamentablemente, la sotana sigue imprimiendo carácter de impunidad a quienes, disfrazados con ella, perpetran alevosamente unos delitos que, caso de cometerlos el resto de los mortales, son castigados por el Código Penal y por la persecución social jaleada por una prensa y televisión, que, informando de modo sectario, se comportan, a veces, como un tribunal inquisitorial con ciertos ciudadanos, pero no con los miembros de la Iglesia, y, menos aún, si estos son jerarquía.