25 OCT. 2014 GAURKOA Los unos y los otros Iñaki Egaña Historialaria Ambientada en la década de 1930, John Steinbeck nos dejó retazos de marginalidad en EEUU, describiendo a hombres, mujeres y familias enteras arrolladas por la crisis económica de 1929. John Ford la llevó al cine. «The grapes of wrath» (Las uvas de la ira) me conmocionó en los años de juventud, de manera más profunda que los tratados marxistas que nos repartían nuestros compañeros vanguardistas. La miseria atrapada en la cercanía sugería, sin proponérselo probablemente, los surcos del materialismo histórico. Tengo un recuerdo impreciso de Dickens, en su descenso a los infiernos victorianos londinenses, quizás por las moralinas navideñas de la época y sus efluvios deterministas. Me aferré con convicción a las terribles líneas de Zola en su «Germinal», esperanza para los prisioneros de la mina a los que asocié, también sin propuesta previa, a los esclavos de Concha, en Gallarta, bajo la sombra, o mejor a la orilla, de los montes de Triano. Sé, y mis disculpas por adelantado, que recitar la miseria humana, la explotación del hombre por el hombre, incluso la ferocidad del capitalismo en términos literarios no deja de ser una cierta evasión de la conciencia. Habitamos el Primer Mundo, somos parte de su naturaleza y creemos en los avances de la condición humana. Con matices, obviamente. La lucha por la supervivencia se convirtió en lucha de clases y en esas estamos. Hay una cierta sensación de que todo aquello formó parte del pasado. Nos dicen, una ligera impresión alrededor lo confirma, que la humanidad avanza, los obreros se vuelven consumistas, cambian de coche de vez en cuando y gracias a la hipoteca adquieren una vivienda para toda la vida. Los trabajadores especializados pueden llegar a convertirse en clase media y degustar de placeres antes vetados. Es, en la cercanía, una verdad a medias. Por tanto también una mentira si aplicamos el medidor de la botella medio vacía, medio llena. Las desigualdades siguen creciendo, los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez más pobres. Esta verdad de perogrullo no me la saco de la manga para radicalizar mi escrito. Procede de los análisis del Banco Mundial. Hace bien poco, la Universidad de Utrecht, Holanda, dio luz a un trabajo que es el que me ha trasladado las letras de Dickens, Steinbeck y Zola hasta el presente. Se trata de un análisis sobre el conjunto del planeta, acorde con esa globalización que padecemos. Entre sus conclusiones, tremendas en su generalidad, hay una espeluznante: la situación de desigualdad social en 2014 es peor que la de 1820. Desconozco la entidad de los investigadores holandeses para hacer afirmación tan rotunda. Pero el estudio ha aumentado su credibilidad cuando la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), el llamado club de los ricos (controlan el 70% del mercado mundial), lo ha avalado con su sello. Los hombres y mujeres que poblamos el planeta en 2014, en su conjunto, somos más pobres que en 1820. Y los ricos son inmensamente más ricos que los que habitaban la Tierra en el año que el Reino de España, por fin, abolió el tribunal más mortífero de los tiempos, la Inquisición. Hoy, el despilfarro y el consumismo del que una vez llamaron Pirmer Mundo contrasta con la miseria y la pobreza extrema del resto del planeta. Sin olvidar que los cinturones de marginalidad también los tenemos en casa. La tasa de pobreza en Euskal Herria alcanza al 11% de su población. Un porcentaje similar vive, asimismo, en unos niveles semejantes de pobreza energética. Temen la llegada del invierno como la temían nuestros antepasados de hace 200 años, a pesar de que las guerras de ocupación del siglo XXI avaladas por las grandes potencias energéticas tienen por objetivo precisamente la usurpación de los recursos energéticos. Un fascista italiano, Corrado Gini, ideó hace casi un siglo, una fórmula para numerizar las desigualdades, un coeficiente. Su uso se ha extendido en la actualidad y multiplicado por 100, ofrece el llamado Indice Gini. El cero sería la perfección en la distribución de la riqueza. El Indice Gini mundial en el año 1820, a las puertas de la proclamación del zar Nicolás I, de las luchas de emancipación de Latinoamérica, de la eclosión del expolio británico en sus colonias, era de 49. Cuando comenzó el siglo XXI había subido a 66. En 1820, el Estado más rico del mundo, Gran Bretaña, lo era cinco veces más que el más pobre. Hoy, en cambio, el más opulento es 25 más rico que la media de los más pobres. Oxfam denunciaba hace bien poco («Gobernar para las elites. Secuestro democrático») que el 1% de la población mundial posee el 46% del la riqueza del mundo. El resto, 99%, se reparte la otra mitad. Paul Krugman analizó los ingresos de 25 años en EEUU (1979-2005) y descubrió que, en su conjunto, habían aumentado en un 21%. Se fijó, sin embargo en el 0,1%, los más ricos. Para ellos el aumento había sido del 400%. Esta élite estaría compuesta por un 43% de directivos de empresas y multinacionales, un 18% de embaucadores financieros y un 12% pertenecerían al sector inmobiliario. En la cercanía, los datos más próximos son los hispanos, a falta de que Adegi y Confebask manifiesten a través de Vocento, su portavoz, algo más que su queja permanente sobre la fiscalidad «asfixiante» que les obliga a «emigrar» y a depositar sus beneficios en los tax haven (refugios fiscales, mal traducido al castellano como «paraísos fiscales»). Miles de jóvenes vascos emigran a Europa, frente a ese centenar de empresarios vascos (¿tiene patria el dinero?) que radican sus negocios más allá del Ebro. Mientras 20 familias controlan el 20% de la riqueza. Las 200 familias más ricas del Estado español, entre ellas las 20 del 20%, suman un patrimonio de 135.000 millones de euros. Sumergidas también, las de los ricos vascos por excelencia, familias tradicionales con patria más definida que la que Sabino Arana dibujó. Son los Ybarra, Barandiaran, Salegi, Egaña, Delclaux, Iribecampos, Arregi, Urrutia, Aginaga o Castellanos. Un estudio de los bancos suizos señala que 300 familias ganan cada una y anualmente 2.000 millones de dólares. Hay, efectivamente, más ingresos en el mundo, pero la distribución es más irregular que hace 200 años. Más de 1.200 millones de personas viven en el planeta con menos de un euro al día. Otros 2.800 millones están por debajo del límite de la pobreza. 2.400 millones de seres humanos carecen de instalaciones sanitarias y 900 millones de agua potable. Cerca de 500 millones de niños no llegan al peso ideal para su edad, comprometiendo su crecimiento, de los que 18.000 mueren diariamente a causa de la pobreza. La desigualdad, el sistema que propone el capitalismo, la economía de los buitres financieros, embaucadores y especuladores, acaba de realizar un nuevo golpe con la privatización de las cajas. Auguro un nuevo despojo y a corto o medio plazo, dinero llama a dinero. Manejan leyes y poseen una corte de mayordomos, testaferros y cipayos para alcanzar sus objetivos. En Donostia, Bilbo, Calcuta, Bangkok o Nueva York. La gestión del ébola y de la extracción del coltán, ambas en África, nos dan esa perspectiva sobre el ahondamiento en las desigualdades. Con las compañías farmacéuticas utilizando cobayas humanos en Liberia o Sierra Leona y afilando las calculadoras para cuando el pánico estimulado en el Primer Mundo alcance el umbral adecuado para la venta masiva de medicamentos, los criterios empresariales encierran al ébola en términos de beneficios económicos y no como crisis sanitaria y humana. Las guerras inducidas por las grandes multinacionales en Ucrania y Asia para la gestión de los recursos naturales y energéticos han convertido a las víctimas en un dígito, como si se trataran de una nota a pie de página en un estudio sobre el precio del petróleo. Cruz Roja denunció hace unos meses que el número de desplazados y refugiados en el planeta, más de 51 millones en 2014, era el mayor de la historia reciente. Cuando surgen crónicas, un día si y otro también, sobre cuestiones como la de las tarjetas opacas, me parece que no es sino una anécdota más en este contexto de expolio. A pesar, otra muesca en esa lista interminable que algún día debería llevar a que esa élite, visto el panorama mundial, fuera juzgada por crímenes de lesa humanidad. Los de Nuremberg no pusieron el listón tan alto.