09 FEB. 2015 EDITORIALA Política de dispersión, sociedad bajo ataque EDITORIALA Euskal Herria es un caso único en un Occidente que cree de sí mismo ser un modelo para el resto del mundo y un ejemplo de la Historia en materia de derechos humanos. Durante más de dos décadas ha sido testigo de cómo un Estado, con gobiernos de signo diferente y la colaboración de fuerzas autóctonas de por medio ha practicado con imperturbable cinismo, de forma sistemática y arbitraria la dispersión de los presos políticos vascos. Obligando a miles de compatriotas, familiares y allegados de los presos, semana sí y semana también, nieve, hiele, haga frío o llueva, a echarse a la carretera en un viaje que se sabe cuándo empieza pero no cómo termina. Son miles de ciudadanos vascos a los que se causa un gran sufrimiento y perjuicio, que ha dado cuerpo a una sociedad bajo ataque, instalada en la excepcionalidad de una venganza implacable, al margen de todo parámetro regular o racional de convivencia. La política de dispersión nunca ha sido solo una cuestión de falta de base jurídica y aplicación arbitraria del derecho. El debate nunca ha sido si contraviene o incumple la ley. La llamada política penitenciaria contra los presos vascos está plagada de ejemplos de nuevas leyes que legalizan actos ilegales. Como reconoció un expresidente del PNV, la dispersión siempre fue un «arma política». Rajoy repite ahora que no cambiará la dispersión «ni ahora ni más adelante». Su apuesta es igualmente política: mano dura, populismo punitivo que repugna a las mentes más abiertas y cadena perpetua como la expresión máxima de su justicia. No, la dispersión siempre ha estado sujeta a la explotación del sufrimiento y un cálculo maldito. Su objetivo ha sido la normalización del dolor para conducirlo a su naturalización, que las personas afectadas -con un evidente compromiso político y una utopía motivadora de sus vida y su acción-, el pueblo vasco en general, vea como «natural» esa experiencia de dolor, la forma de padecerlo y los mecanismos para afrontar esa vivencia. Desterrar esa lacra es urgente e implica el reconocimiento del daño que causa y la humildad para mirar a los ojos de tanto sufrimiento y al de sus víctimas.