Pruebas atómicas en Baluchistán: aniversario de una infamia
El 28 de mayo de 1998, Pakistán escenificó su inclusión en la lista de potencias nucleares detonando cinco cabezas atómicas en Baluchistán. Los efectos de aquello aún perduran en la memoria y en la piel de los locales.
Dicen que de hacer una parada en Dalbandin es mejor no refrescarse la cara con agua, que aquello te puede quemar los ojos. Dalbandin es la capital del distrito de Chagai, un erial rocoso frecuentemente sacudido por los terremotos y situado justo en el vórtice en el que coinciden las fronteras de Irán, Pakistán y Afganistán. Fue el 28 de mayo de 1998 cuando ese lugar, en el que se hacinan más de 15.000 personas en casas de adobe, se marcó en el mapa con todas sus letras: a las 15.15 horas, Islamabad detonó cinco ojivas nucleares con las que hacía llegar un mensaje a India y al resto del mundo. Pakistán saltaba al campo en la exclusiva liga del plutonio.
Todo el mundo en Baluchistán conoce la historia, al menos lo justo como para evitar el agua en Dalbandin. Ahmad Baloch, un médico de Quetta que prefiere no dar su nombre real «para evitar posible represalias», asegura que, aún hoy, se desconoce todavía el impacto real de la radiación sobre los habitantes de Chagai. «El Gobierno prohíbe el acceso a la zona y sigue siendo imposible llevar a cabo ningún estudio sobre la población local», explica el médico por videoconferencia. «Los que hemos atendido a pacientes de la región hemos constatado un gran número de casos de cáncer de piel y, sobre todo, de ojos. Probablemente la radiación alcanzó los depósitos subterráneos de agua de los que depende la gente de la región. Aquí apenas llueve», añade.
Un proyecto opaco
Las detonaciones se produjeron en el monte Ras Koh, una mole de granito negro. Fue a mediados de los años 70 cuando se comenzó a expulsar a la gente que vivía en la zona: se trabajaba contrarreloj en una red de túneles y galerías que, decían, habían de servir para la explotación de cobre y oro en las recién inauguradas minas de Sandyak.
«Haremos la bomba aunque tengamos que comer hierba después», dijo entonces Zulfikar Ali Bhutto, el primer ministro paquistaní que impulsó el proyecto durante su mandato (1973-1977). La marcha de Bhutto no alteró el curso del proyecto. Durante la dictadura del general Zia-ul-Haq (1978-1988), la mayoría seguía sin saber qué era realmente lo que ocurría allí, aunque a finales de los 80 ya se daba por hecho que aquellas obras nada tenían que ver con la explotación minera. Se cree que fue por esas fechas cuando Pakistán desarrolló, finalmente, un arma nuclear con la ayuda de China.
El Gobierno habló entonces de un arsenal en Ras Koh; lo que, sumado a la localización fronteriza con un país en guerra como Afganistán, era la excusa perfecta para justificar el cierre de la zona a personal ajeno al Ejército. Al final, la verdad acabó por salir a la superficie: Chagai iba a ser un campo de pruebas atómicas.
Acciones desesperadas
Occidente apoyaba sin fisuras al general Zia-ul-Haq porque la prioridad máxima era expulsar a los rusos de Afganistán. Un efecto colateral de aquello fue el grave compromiso en el que puso Ronald Reagan entonces la postura norteamericana respecto a la proliferación de armas nucleares. Zia murió en 1988, un año antes de que Moscú reculara en su carrera hacia las aguas calientes del Índico.
Para entonces, lo que estaba ocurriendo en el monte Ras Koh era ya una realidad de la que los medios daban cuenta a diario y, finalmente, Occidente se empezó a preocupar por el asunto. Los japoneses incluso ofrecieron dinero a Islamabad a cambio de que suspendieran aquellas pruebas, mientras los baluches organizaban las primeras protestas antinucleares del sur de Asia.
Hasta se secuestró un avión que volaba de Turbat a Karachi; tres jóvenes baluches buscaban así llamar la atención del resto del mundo. El plan de Sabir, Shaswar y Shabir era aterrizar en India y eso es lo que pensaron cuando vieron aquella bandera india sobre la torre de control. Pero estaban en Hyderabad (sureste de Pakistán), donde, además de apañar el attrezzo, se había pedido a las mezquitas de toda la ciudad que no usaran los altavoces durante la llamada al rezo. Para cuando los baluches se dieron cuenta del engaño, los comandos paquistaníes ya habían liberado a la tripulación y al pasaje. Sabir, Shaswar y Shabir fueron ejecutados aquel 28 de mayo, no se sabe si antes o después de las detonaciones.
Días más tarde, Pakistán seguía negando que se hubieran producido, por lo que Ajtar Mengal, entonces primer ministro del Gobierno autonómico baluche, se personó en el lugar pidiendo explicaciones. La Policía que acordonaba la zona le dijo que habían muerto tres campesinos por un golpe de calor, algo que podía ser creíble ya que se trata de una región donde las temperaturas son a menudo extremas. Pero la muerte de varios camellos aquel mismo día resultaba demasiado sospechosa. Los Bugtis, los Mengal, los Marri y el resto de los clanes baluches estaban atónitos: además de robar sus recursos naturales y condenar a la población local al subdesarrollo más atroz, Punyab añadía a la lista de agravios cinco detonaciones nucleares cuyos efectos se dejarían notar durante generaciones. Islamabad sigue celebrando el Youm-e-Takbir, el «Día de la Grandeza» cada 28 de mayo.
Nuevas amenazas
Baluchistán es la provincia más pobre, árida y despoblada de Pakistán; también la que sufre los mayores índices de mortalidad infantil, de analfabetismo o de represión a todos los niveles por parte de un Gobierno central obsesionado con explotar los recursos naturales –desde gas hasta oro– y aplastar con puño de hierro las reivindicaciones nacionales del pueblo baluche. Así, que Islamabad probara allí sus ojivas nucleares era algo que no pillaba de sorpresa, ni tampoco que se pudiera repetir algo parecido.
A principios del siglo XXI, un gran despliegue de fuerzas de seguridad vetaba el acceso a un nuevo enclave montañoso –esta vez en las montañas Kirthar, en el centro geográfico de la provincia–, algo que hizo saltar las alarmas. Hubo que esperar hasta 2016 para que un think tank estadounidense al que alguien hizo llegar las coordenadas del lugar concluyera, a través de imágenes de satélite, que se trataba de un arsenal en el que Islamabad almacenaría sus cabezas nucleares. La nueva infraestructura, que incluía líneas de alto voltaje, carreteras recién asfaltadas y un acantonamiento militar, corroboraba la teoría. Tenía sentido: las montañas Kirthar se levantan sobre el punto más distante de las fronteras de India, Irán y Afganistán. Allí, bajo millones de toneladas de piedra y lo más lejos posible de sus enemigos, es donde cualquiera guardaría un tesoro.
Nadie duda hoy de que Pakistán es una potencia nuclear, pero carece tanto de una economía estable como de un sistema político a la altura de semejante responsabilidad. A menudo se habla del peligro que supondría que esa colección de cabezas atómicas pudiera caer en manos de los talibán dada la inestabilidad que sacude al país. Si bien hay quien le quita hierro al asunto argumentando que manejar esa tecnología no está al alcance de cualquiera, y menos de gente que lucha en sandalias, otros recuerdan que fue precisamente esa gente la que hizo caer las torres de Manhattan en 2001.
Por el momento, los efectos de las explosiones del 98 se siguen dejando notar. Entre los escasos datos recopilados debido a las restricciones para acceder a la zona, se encuentran los obtenidos a lo largo de dos décadas por el Foro de Médicos Baluches en varios hospitales de Quetta y Noshki. Las cifras apuntan a un incremento de hasta cinco veces en los casos de enfermedades tiroideas y el triple de problemas dermatológicos (incluyendo carcinomas, erupciones idiopáticas, escamas y pérdida de cabello); también en los de leucemia, enfermedades de la médula ósea y oftalmológicas o de cánceres de mama. Por si fuera poco, la mortalidad prenatal sigue siendo llamativamente alta en Chagai.
Los casos se han ido certificando, y también que una de cada tres muertes en el distrito se debe al cáncer. Dicen que la casuística recuerda a la de los habitantes de las islas polinesias de Fiji y Kiribati, a quienes británicos y estadounidenses también irradiaron generosamente durante las pruebas atómicas entre 1958 y 1962. La diferencia es que, mientras a los isleños se les acabó compensando económicamente, en Chagai siguen echando en falta servicios tan básicos como hospitales, escuelas, una red eléctrica en condiciones y, sobre todo, agua que no les queme las entrañas.