Cómo convertir a un nómada en desplazado
Mientras el Ejército turco golpea a la guerrilla kurda en la Región Autónoma Kurda de Irak, la población civil pierde sus tierras, sus aldeas y sus formas de vida.
Solo un enorme mural del PKK y tres banderas del movimiento nos recuerdan que entramos en el bastión principal del maquis kurdo. Ya no hay milicianos controlando el acceso al macizo de Qandil; los drones armados han cambiado las reglas del juego en toda la región y los puestos de control son ya parte del pasado. Pero eso no significa que nadie vigile. El vehículo en el que viajamos es finalmente detenido por un joven armado en una motocicleta: están avisados de nuestra llegada, todo está en orden y podemos continuar hasta la aldea de Bokriskan. Es un grupo de casas dispersas a ambos lados de la única carretera asfaltada que incluye una tienda de comestibles, un pequeño hospital y, por supuesto, el edificio del ayuntamiento. Un gran retrato de Abdulla Ocalan -el líder preso del PKK- preside su única estancia. No en vano, es el único municipio de este tipo en territorio oficialmente iraquí.
«El sistema se puso en marcha en 2009 y, desde entonces, hemos estado luchando para garantizar los servicios más básicos como agua, electricidad, asistencia médica o una carretera en condiciones a sesenta y tres pueblos de la zona y sus tres mil familias», explica Mohamed Hassan, un licenciado en Periodismo de 32 años que sirve como co-alcalde de la única administración civil de Qandil. Dice que lleva en el puesto desde 2014 y que las elecciones se celebran cada dos años. «Cada una de las aldeas elige dos representantes, hombre y mujer, y ese consejo es el que designa a los dos ediles», aclara este kurdo de profundos ojos verdes. No quería repetir en el cargo, pero le rogaron que lo hiciera. La suya es «una tarea ingente» que acomete «sin prácticamente apoyo» de las autoridades kurdo-iraquíes. Se explica: «Los vínculos entre Qandil y el Partido Democrático Kurdo (PDK) - el partido dominante en la Región Autónoma Kurda de Irak- se cortaron en 2017. A día de hoy solo disponemos de tres trabajadores pagados por la UPK (Unión Patriótica del Kurdistán) -el segundo partido político kurdo iraquí».
Bases militares permanentes
Turquía y el PKK han jugado al gato y el ratón desde que la guerrilla lanzara una insurgencia a gran escala para responder a la represión del Estado turco en 1984. El conflicto experimentó una nueva escalada el pasado mes febrero, cuando trece prisioneros -fuerzas policiales y militares turcas- murieron en un complejo de cuevas en una zona fronteriza. Ankara insiste en que fueron ejecutados por el PKK; estos, que cayeron víctimas de un nuevo bombardeo. El 23 de abril de 2021, Ankara lanzó una nueva ofensiva militar, la última de una larga cadena de campañas transfronterizas desde 2019 que han facilitado el levantamiento de bases turcas permanentes -37 hasta la fecha- en Kurdistán Sur.
En el ayuntamiento de Qandil, Mohamed Hassan recuerda que llevan años bajo el fuego constante bombardeo de drones y cazas turcos, pero que la situación ha empeorado en los últimos meses. «La gente tiene miedo, muchos se van y no podemos hacer nada por evitarlo» lamenta el edil, antes de retomar su labor. Un delegado de una ONG kurdo-iraquí acaba de llegar al pueblo con una oferta para enviar un lote de medicamentos para hacer frente a la emergencia del covid-19.
El rastro de los ataques aéreos es visible en cráteres, árboles quemados o la chatarra de vehículos aún sin retirar hasta llegar a la aldea de Zergely a diez kilómetros al norte de Bokriskan. Ocho campesinos murieron aquí en 2015 bajo el impacto de otro ataque aéreo. El escombro de sus casas aún da fe de aquello, y también sus retratos en las paredes de una especie de «casa de la memoria» erigida a pocos metros de distancia. Los que busquen un testimonio de primera mano no tienen más que cruzar la carretera y pedírselo a Rinaz Rojhilat. El dueño de la única tienda de Zergely es uno de los que ayudó en las tareas de rescate durante aquella noche terrible.
Menos de la mitad de los doscientos habitantes originales de Zergely permanecen en el pueblo, Saba Abdulá entre ellos. «¿Cómo puedo dar de comer a mi familia en la ciudad? ¿Quién cuidará de mis huertos y mis abejas?», exclama el campesino, justo mientras apila con mimo tarros de miel en el maletero de su coche. ¿Sería más seguro para todos si la guerrilla no estuviera en la zona? Dice que no: «Hace cuarenta años aquí no había ni rastro del PKK y ya se bombardeaba la zona».
Varias organizaciones internacionales llevan años denunciando el impacto de las incursiones turcas sobre la población civil. Datos cotejados por Airwars -un grupo de monitorización militar- apuntan a que las acciones militares turcas en Irak son ahora mayores que en cualquier momento desde que se rompió el alto el fuego 2015. En un informe publicado en julio de 2020, Human Rights Watch pedía a Turquía que investigara dichos ataques a civiles y compensara a las víctimas. Por otra parte, la ONG canadiense Christian Peacemakers Teams habla de más de mil quinientos civiles evacuados de veintidós pueblos desde el pasado abril, varios de ellos habitados por la minoría cristiana asiria.
Pesadilla diplomática
Desde un lugar sin determinar en las montañas de Qandil, Zagros Hiwa, portavoz del PKK, rechazaba que la insurgencia sea el único punto en la agenda de Ankara. «El objetivo principal de Turquía en Irak es invadir completamente el sur de Kurdistán. Con esta última operación también pretenden someter a kurdos, asirios y otros grupos étnicos y religiosos al genocidio y la limpieza étnica», añadía el guerrillero. Hiwa también acusaba a Ankara de usar armas químicas «hasta trece veces» contra los túneles y las posiciones de PKK a la vez que denunciaba la cuestión de los pueblos evacuados. Sobre si los civiles estarían más seguros si el PKK se retirara de la región, el portavoz fue tajante: «Puede que Turquía haya dado hoy prioridad al asesinato de los combatientes por la libertad kurdos, pero ningún civil kurdo está protegido de la maquinaria de guerra y opresión de Erdogan, sea en Qandil, Diyarbakir o Afrin».
Las operaciones turcas se han convertido en una espina en las relaciones diplomáticas entre Turquía e Irak. El 3 de mayo, Bagdad expresaba su malestar tras la visita oficial de un alto mando turco a una base militar en el norte de Irak. «Bagdad rechaza categóricamente las continuas violaciones de la soberanía iraquí», decía el comunicado del Ministerio de Exteriores. La respuesta desde Ankara llegaba en un discurso pronunciado por el portavoz del partido gobernante AKP, Ömer Çelik: «La presencia de la organización terrorista PKK también una violación de la soberanía de Irak, según la Constitución iraquí», subrayaba Çelik, antes de defender «el legítimo derecho de Turquía a responder a los ataques terroristas dirigidos desde ese territorio».
La cuerda también se ha tensado entre los propios kurdos. Los fuertes lazos económicos entre Erbil y Ankara son la razón por la que se permite el establecimiento de bases militares turcas desde las que se hostiga al PKK. Así, los enfrentamientos entre la guerrilla y los peshmerga -Ejército kurdo-iraquí- acaban siendo inevitables. El pasado 5 de junio, Erbil volvía a pedir al PKK su retirada de la región tras un encontronazo que provocó a cinco víctimas mortales peshmerga. El PKK negó toda responsabilidad argumentando que no se podía determinar si la causa fue la explosión de una mina terrestre o un ataque aéreo y pidió una investigación independiente. Ese mismo día, un ataque aéreo turco mataba al menos a tres personas en Majmur, un campo de refugiados para kurdos del norte.
Los últimos nómadas
«Turquía nunca ha descartado sus aspiraciones de recuperar partes de Siria e Irak que alguna vez fueron parte del imperio otomano. Es una narrativa que se repite constantemente desde sectores ultranacionalistas en los diferentes gobiernos turcos», explica Manuel Martorell, reconocido periodista navarro y experto en la cuestión kurda. Según Martorell, tanto Ankara como el PDK ven a los insurgentes kurdos como una amenaza para sus intereses. «A ambos les interesa que el PKK desaparezca de esta zona y colaboran para conseguirlo desde hace casi cuatro décadas. En cualquier caso, ni el PDK ni la UPK y tampoco el propio Gobierno de Bagdad, igual que ocurre en Siria, tienen capacidad para impedir las incursiones y la presencia del Ejército turco en su territorio», acota el investigador.
Las autoridades turcas se han negado a responder a las preguntas trasladadas GARA. Mientras tanto, en Qandil dicen no recordar el día en el que el zumbido de los drones se convirtió en parte de la vida diaria junto al trino de los pájaros o el ladrido de los perros mientras gobiernan el ganado. La de los pastores, no obstante, es una imagen cada vez más esquiva: solo queda ya un puñado de familias nómadas atravesando rutas de montaña seculares en busca de nuevos pastos. Komitan es uno de los sesenta y tres pueblos de Qandil que difícilmente se podrá encontrar en ningún mapa. Pronto ya no habrá necesidad de hacerlo.
«Éramos cuarenta familias aquí, pero hoy solo quedamos nosotros. Una bomba mató a un sobrino en 2018 y nuestra casa fue destruida un año después. Luego ardieron nuestras tierras, y perdemos ovejas constantemente por los ataques», dice Basik Nebi desde una tienda que la familia ha levantado no demasiado lejos del puesto de control a la entrada del valle.
Basik ronda ya los setenta pero admite que irse es una posibilidad que le ronda siempre la cabeza; «como los drones», bromea. La vida aquí nunca ha sido fácil. «En su día eran las bombas de Saddam Hussein y hoy son los iraníes y los turcos los que nos bombardean sin razón aparente», dice esta kurda acostumbrada a desplazarse por el valle al ritmo de las estaciones. Pero eso también se ha complicado por la severa sequía que azota a toda la región este año. «Seguimos esperando la lluvia, pero, de momento, solo caen bombas».