Anush Ghavalyan
Stepanakert, Nagorno Karabaj
Recordando a los caídos durante el primer aniversario de la guerra (Smbat AVETYAN)
Recordando a los caídos durante el primer aniversario de la guerra. (Smbat AVETYAN)

Los días entre fantasmas

Cumplido un año desde el comienzo de la guerra de Nagorno Karabaj, los armenios del enclave intentan recuperar sus vidas en un rincón aislado del Cáucaso en el que faltan muchos y sobran los desafíos. La brecha sigue abierta.

A primera vista, todo parece normal en Stepanakert. Las tiendas de alimentos han vuelto a levantar la persiana, lo mismo que las de ropa, los salones de belleza, los cafés y restaurantes… El mercado, bombardeado durante la guerra del año pasado, vuelve a estar abarrotado y los autobuses esperan pacientes desde la estación central: están los que enfilan a Armenia, pero también los que van y vienen de otras localidades del enclave. A algunas ya no se puede llegar porque están hoy bajo control azerí. Son más de cien.

Cuando se cumple un año de la guerra en este rincón del Cáucaso pesan las ausencias: hay pueblos que se han perdido en los nuevos mapas y, por supuesto, también sus habitantes. Fueron más de 4000 víctimas mortales (entre soldados y civiles) a los que siguieron en torno a 40.000 personas desplazadas de sus casas tras la Declaración Trilateral (Rusia, Armenia y Azerbaiyán) del 9 de noviembre que puso fin a las hostilidades entre Ereván y Bakú. Para Gegham Stepanyan, Defensor del Pueblo de Nagorno-Karabaj, la vivienda es hoy el problema número uno en Nagorno Karabaj.  

«De los 40.000 desplazados por la guerra más de la mitad viven en condiciones inhumanas, aquí o en Armenia», dice este joven de 30 años. El gobierno, añade, no da abasto, y eso se debe a otra ausencia: si bien la Declaración Trilateral incluye una disposición sobre el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) para abordar los problemas de los desplazados internos causados ​​por la guerra, dicho organismo no ha realizado ninguna visita hasta la fecha ni tampoco adoptado medidas para hacer llegar asistencia humanitaria. Son la Cruz Roja en Nagorno-Karabaj y el contingente de paz ruso desplegado en la región los que proporcionan regularmente ayuda humanitaria a los desplazados. Del resto de los problemas se encarga el Gobierno de Artsaj -nombre que usan los armenios para Nagorno Karabaj- con la ayuda financiera de Armenia y su diáspora.

«Nuestras cartas a las organizaciones internacionales siguen sin respuesta», lamenta Stepanyan.  Además de al Alto Comisionado para los Refugiados de la ONU, también ha alertado a la UNESCO sobre la destrucción del patrimonio cultural armenio por parte de Azerbaiyán en los territorios hoy bajo su control. De momento no ha habido reacción.

Uno puede tener un techo bajo el que resguardarse pero encontrarse con que, a menudo, faltan el agua y la luz. La mayor parte de los recursos hídricos y de las centrales hidroeléctricas han quedado bajo control de Azerbaiyán tras la guerra. En cuanto al teléfono y la conexión a Internet, también son huidizos. Se habla de daños en las infraestructuras, y de interferencias en las frecuencias de audio desde Bakú para sabotear los servicios armenios de Karabaj.

Colegios y universidades acaban de reanudar el inicio del nuevo curso académico sin agua ni electricidad, pero al menos, sin las draconianas medidas para controlar el COVID. La incidencia del virus sigue siendo baja, algo que se achaca al aislamiento del enclave. Una única carretera lo conecta con el resto del mundo a través de Armenia, un «cordón umbilical» que los azeríes consiguieron cortar durante la guerra, pero que hoy permanece custodiado por las tropas rusas en la zona. Se garantiza así el reparto de suministros, pero también se dificulta la entrada a los no armenios. Los periodistas internacionales son hoy otra de las ausencias en Artsaj. Las autoridades del enclave esgrimen «razones de seguridad».

Hay cosas aún más difíciles de entender. Yana Avanesyan, profesora de Derecho Internacional de la Universidad Estatal de Artsaj dice que le cuesta explicar a sus alumnos que el Derecho Internacional puede ser un mecanismo de protección ante agresiones como la del año pasado. «¿Qué credibilidad puedo transmitir después de que todo el mundo nos diera la espalda?», dice la docente de veintisiete años. También reconoce que sigue sin asimilar todo lo que ha pasado este último año. «No consigo hacerme a la idea de que ya no puedo visitar Shushi, a menos de quince minutos de aquí, o la fortaleza de Tigranakert. Eso por poner solo dos ejemplos».

Miedo

Lo cierto es que las fronteras se han movido durante estos últimos doce meses, y a veces incluso atravesando localidades por la mitad. Es el caso de Taghavard: hoy hay fuerzas azeríes desplegadas en su iglesia y su cementerio. Al otro lado de la alambrada, los lugareños contemplan la escena desde sus ventanas. El alcalde -se llama Oleg Harutyunyan- es uno más de entre los que perdió su antigua casa junto al cementerio. Dice que de los 1325 censados en Taghavard antes de la guerra solo quedan 600. Tras convertirse los disparos desde el lado azerí en algo tan habitual como la falta de agua o luz, las tropas rusas se acabaron desplegado entre ambos bandos. Dice el edil que esto ha aportado «cierta tranquilidad» a la gente.

«Al comienzo del año académico teníamos sólo cinco estudiantes en Secundaria pero hoy son ya más de treinta», asegura orgulloso Harutyunyan. Enseña Historia en una clase con vistas a las tropas azeríes, sin duda una privilegiada atalaya desde la que observar el curso de los acontecimientos en tiempo real. Muchos han vuelto al pueblo, pero la incertidumbre es hoy el desafío más difícil al que se enfrentan. Y es que, más allá de las pérdidas materiales y territoriales, está el importante impacto psicológico de la guerra en la sociedad. Al dolor por todo lo perdido se suman todos esos vídeos que circulan en las redes que recogen el trato inhumano infligido por los azeríes a los soldados armenios aún presos. Ereván asegura que Bakú ha devuelto a 69 y, si bien se desconoce el número de los que siguen retenidos, organizaciones internacionales como Human Rights Watch han acusado a Azerbaiyán de «crímenes de guerra» tras verificar dichos vídeos. También están los que muestran el saqueo de las casas en los pueblos perdidos, la vandalización de sus cementerios y sus iglesias… Pocas armas hay tan poderosas como el miedo. De hecho, estos últimos días ha circulado un vídeo por las redes en el que una furgoneta armenia en la que viajaba un equipo de fútbol infantil era retenida en un puesto de carretera improvisado azerí. Tras arrancar una bandera de Karabaj de la puerta del vehículo con un cuchillo de caza, un soldado embozado amedrentaba a chavales de entre catorce y quince años.

Pertenecen a una generación que estrenó la adolescencia con una guerra, lo mismo que muchos de sus padres durante la de los 90. En cualquier caso, no es, ni mucho menos, el final de una estirpe marcada por la violencia. Aunque ya sin grandes celebraciones ni fuegos artificiales, la gente se sigue casando en Artsaj. Desde la notaría del Ministerio de Justicia, Liana Mirzoyan habla de «números de record» en lo que va de año. «En el período del 1 noviembre 2020 hasta 31 agosto 2021 hemos registrado 1072 frente a los 282 del mismo periodo el año anterior. Es la cifra más alta hasta la fecha», se congratula desde su oficina la funcionaria. Una nueva generación está de camino.

Un conflicto tan longevo como imprevisible

Esta crónica que firma Anush Ghavalyan (periodista de la Televisión Pública de Artsaj) es la primera de una serie de tres que NAIZ publica coincidiendo con el primer aniversario de la guerra en Nagorno Karabaj. Fue en la mañana del 27 de septiembre de 2020 cuando Bakú lanzó una ofensiva con la que pretendía cerrar para siempre el conflicto más longevo de la antigua URSS. A principios de los 90, la desintegración del gigante soviético detonó una cadena de terremotos étnicos desde Moldavia hasta Tayikistán. A medio camino, el Cáucaso se rompió en mil pedazos: Abjasia, Osetia, Chechenia, Ingushetia… En Nagorno Karabaj estalló una guerra que ganaron los armenios y que provocó el desplazamiento forzoso de más de medio millón de azeríes. Tres décadas más tarde cambiaban las tornas: la Blitzkrieg de Bakú del año pasado era una maquinaria engrasada por soldados regulares y mercenarios sirios respaldados por artillería pesada y drones turcos e israelíes de última generación. Bastaron tres días para acabar con prácticamente todo el sistema antiaéreo armenio y seis semanas para la capitulación de Ereván.

El 10 de noviembre se firmo un acuerdo de paz trilateral (Armenia, Azerbaiyán y Rusia) pero la situación sigue siendo extremadamente volátil no solo en el enclave, sino también en el sur de Armenia. Se trata de una región muy pequeña en extensión, pero de una enorme importancia estratégica: Ankara y Bakú buscan crear un corredor terrestre que una el Caspio con el Mediterráneo justo en la frontera con Irán y bajo el escrutinio de una Rusia que observa con un prudente recelo. El de Karabaj nos puede parecer un conflicto menor al lado de otros con mayor impacto mediático, pero probablemente nos equivoquemos. Hablamos de una pequeña pieza mal encajada en ese puzle en el que intentan acomodarse las versiones más actualizadas de los imperios ruso, persa y otomano. Las consecuencias son imprevisibles.