La difícil vida de los migrantes entre Calais y Dunkerque
Cientos de migrantes ven cómo sus derechos son denegados en el norte del Estado francés, donde el sueño de alcanzar Gran Bretaña está a la espera. En Calais mueren o sobreviven sin comida ni agua. Mientras los voluntarios se solidarizan con ellos.
Atropellado por un camión, así murió un joven en Calais el pasado 21 de octubre. Aún no se conocen su edad, nacionalidad y nombre. Falleció como Yasser, de 16 años, originario de Sudán, que también fue atropellado por un vehículo pesado en la zona logística de Transmarck el 28 de septiembre, cuando intentaba subir a un remolque para llegar a Gran Bretaña. Entre finales de octubre y principios de noviembre murieron otras cuatro personas al pasar el Canal de la Mancha, tres de ellas ahogadas.
El 11 de octubre, tras la muerte de Yasser, tres ciudadanos franceses –Anaïs, Ludovic y Philippe–, dos de ellos activistas y otro capellán, llevaron a cabo una huelga de hambre en la iglesia de Saint Pierre de Calais, con tres reivindicaciones que tienen que ver con la extrema situación de los migrantes. Philippe, de 72 años, abandonó su huelga de hambre el 25 de octubre, para seguir apoyando a sus dos compañeros, que siguieron esta exigente forma de protesta hasta el 17 de noviembre, cuando también decidieron suspenderla, aunque mantengan esos principios que les llevaron a negarse a comer. «En primer lugar –explica Anaïs–, está la suspensión de las expulsiones y el desmantelamiento de los campos durante la ‘tregua de invierno’, que nunca se ha respetado para los refugiados de Calais. Luego hay que acabar con la confiscación de tiendas y pertenencias de los refugiados, que se está produciendo de forma ilegal y sistemática durante los desalojos y, por último, hay que conseguir la apertura de un verdadero diálogo entre la Prefectura y las asociaciones no delegadas por las autoridades».
Una de las playas cercanas a Calais. Desde ahí, según PA Media, hasta setiembre de 2021 más de 12.500 migrantes han cruzado el difícil Canal de la Mancha para llegar a Gran Bretaña.
Para Ludovic, esta lucha ya ha conseguido un resultado, «despertar un movimiento de solidaridad, tomando una posición clara e inequívoca frente a lo que está sucediendo». La cuestión, dice Philippe, «es impedir que se reproduzcan los mismos horrores». A pesar de la suspensión, Ludovique y Anaïs afirmaron en un comunicado de prensa que «su lucha en apoyo a los migrantes no se detendrá».
Un fuerte viento agita las olas del Canal de la Mancha balanceando los ferrys que llegan a la costa gala. A cincuenta kilómetros de las playas de Calais, en el horizonte, se ven los blancos acantilados de Dover, la ciudad costera del condado de Kent. Desde las dunas que bordean la ciudad, Gran Bretaña no parece estar demasiado lejos. Pero para algunos, Londres está muy lejos, como recuerda una larguísima red metálica rematada con alambre de espino que rodea la zona portuaria de Calais. En 2016 se levantaron kilómetros de valla para alzar el famoso muro antimigrantes. Se creó tras el brutal desalojo de la ‘jungla’ de Calais, para evitar que los refugiados entraran en suelo británico saltando sobre los camiones parados en el puerto. A pesar de esto, el flujo migratorio es imparable.
Según los últimos datos de la Prefectura de Calais, al menos 9.551 solicitantes de asilo llegaron a la costa británica en embarcaciones en 2020. En la noche del 9 al 10 de octubre, como informa Ansa, unas mil personas fueron rescatadas o interceptadas cuando salían del Estado francés. Si la noche está clara, no es difícil ver pequeñas luces intermitentes que brillan entre las estrellas. No son satélites, sino drones que vigilan los setenta kilómetros de costa sobre Boulogne, Calais y Dunkerque. El uso de la alta tecnología para controlar el litoral y un mayor despliegue de fuerzas policiales en la costa francesa, son algunos de los puntos del pacto de lucha contra la inmigración aprobado el 20 de julio por Priti Patel y Gerald Darmanin, ministros del Interior británico y francés, respectivamente. Además, se han realizado mayores inversiones en infraestructuras para bloquear el acceso a la frontera del Canal de la Mancha.
Kayleigh y Liddy, dos voluntarias del Collective AId, hablando con el sudanés Ali en una zona adyacente al Viejo Lidl, el mayor asentamiento de migrantes en Calais. A la izquierda, acogida a Amal, la marioneta gigante que simboliza a todos los niños desplazados y refugiados del mundo. El acto se convirtió en una manifestación espontánea con lemas y carteles de protesta.
Solidaridad contra los desalojos. «El Canal de la Mancha es muy peligroso y, a pesar de ello, cada día hay personas que intentan entrar en Gran Bretaña por mar», explica Emma, de HRO, siglas correspondientes a Human Rights Observers, una ONG que documenta las violaciones de los derechos humanos en la zona. Así, entre Calais y Dunkerque, más de 1.800 personas viven en condiciones precarias en los suburbios desde donde esperan para salir hacia Gran Bretaña.
En ese lugar, a pesar de que el UNHCR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) establece que el suministro de agua no debe estar a más de 500 metros del lugar de residencia, los refugiados recorren hasta cinco kms para conseguirla.
La situación se hizo aún más dramática con la prohibición dictada por el alcalde de Calais de impedir la distribución de alimentos en el centro de la ciudad, lo que obligó a la gente a alejarse de ella. «Los habitantes de los slum –barrios bajos– son objeto de abusos físicos y psicológicos. A los expulsados se les asigna un número de serie. Los desalojos se llevan a cabo de forma intimidatoria y violenta por parte de la Gendarmería en Calais y del CRS en Dunkerque», afirma Emma.
Es casi mediodía en Grande-Synthe y dentro de un garaje utilizado como cocina, los voluntarios de la asociación Salam terminan de preparar el desayuno para los refugiados que viven en la ‘jungla’ de Dunkerque. «Aquí vienen muchos niños y personas de diferentes procedencias, sobre todo de Kurdistán, Afganistán y Vietnam», dice Tita, una voluntaria que emigró de Calabria y llegó al Estado francés hace años. «¡No podemos dejar que toda esa gente se muera de hambre!», exclama mientras sube a la furgoneta de camino al slum.
Entre Grande-Synthe y Dunkerque, en una plaza frente a edificios ferroviarios e industriales, ya hay muchas personas esperando un poco de comida caliente. Un joven canta una canción en sorani, –un dialecto del kurdo– mientras la gente hace cola. «Salí de Sulaymaniyya, en el Kurdistán iraquí, hace un año y medio», cuenta Serwan, de 21 años. Atravesó Grecia, Turquía, Calabria y finalmente la frontera franco-italiana en Oulx, antes de llegar a París y Dunkerque. «Ahora solo quiero reunirme con mi familia en Londres, estudiar y ser un médico», confiesa.
Un camino de tierra lleno de charcos conduce desde la plaza hasta una extensión de tiendas de campamentos. Algunos montan una barraca o cocinan kebabs, mientras en el barro una niña se imagina como bailarina y lo hace bailando. «La Policía fronteriza británica me rechazó dos veces. La primera vez me devolvieron a Afganistán, pero luego volví a Europa», recuerda Abro, de 29 años, que huye de Kabul. «Viví mucho tiempo en Alemania, allí dejé a mi expareja y a mi hija. Ella solo tiene 9 meses. Si no llego a Gran Bretaña esta noche, volveré con ellos y pediré asilo».
Tres jóvenes eritreos que intentaron llegar a la costa británica. Su embarcación se rompió después de 18 kilómetros. Volvieron a remar hasta la costa francesa y luego caminaron un kilómetro descalzos por el asfalto hacia Calais.
Curando heridas. En el ‘Old Lidl’, el mayor campamento de Calais, cerca del aparcamiento de Transmarck, viven unas 400 personas. Noleen está tratando una quemadura en la pierna de un niño eritreo. «A menudo nos encontramos tratando heridas causadas por la violencia policial. Hace unos meses, un hombre fue mordido en las extremidades y la cabeza por un perro de la Policía», el Equipo de Apoyo de Primeros Auxilios – FAST– presta atención básica a muchas personas en los campamentos. Ali es sudanés y les ayuda como traductor. «¡Ahora puedo ser médico!», se ríe. Estudió Medicina durante dos años en Ucrania. En Kiev, sin embargo, no podía ni siquiera salir de su casa. «La gente es violenta, hay mucho racismo, allí me sentía como si estuviera en la cárcel».
Ali llegó a Calais unos días antes. «Intento pensar que solo voy de viaje, después de todo siempre puedo volver», sonríe desenvolviendo una pastilla para la garganta. Se amontonan las vivencias.
«La historia de la pequeña Amal es buena –dice Mohannad desde detrás de su quiosco en Grande-Synthe–. Viene de Siria, como yo, y ha recorrido toda Europa como refugiada. Pero no recuerdo, ¿tiene que reunirse con sus padres en Gran Bretaña? ¿Sabe si es una historia real?». Mientras espera una respuesta, calienta los falafel: «Vine aquí para escapar de la guerra, pasé muchos meses en la ‘jungla’ de Calais, luego decidí quedarme e intenté realizar mi sueño, abrir un restaurante».
Una de las rutas de entrada al puerto de Calais a la salida de la autopista A16. Unos kilómetros antes de entrar en la ciudad, la carretera está rodeada de grandes alambradas metálicas rematadas con alambre de espino. En portada, una de las playas cercanas a Calais. Desde ahí, según PA Media, hasta setiembre de 2021 más de 12.500 migrantes han cruzado el difícil Canal de la Mancha para llegar a Gran Bretaña.
«Nadie es ilegal». También en Calais fueron los niños y niñas los que cogieron la marioneta gigante de Little Amal –que representa a todos los menores no acompañados y refugiados–, pero la habitual bienvenida se convirtió en una auténtica manifestación de protesta en apoyo de la huelga de hambre. Cientos de personas caminaron entre tambores y cantos reivindicativos. Un cartel de un niño proclamaba: «Nadie es ilegal», mientras que otro recordaba: «Eres un niño hasta que cumples 18 años». Yasser solo tenía 16 años.
Sin zapatos, acurrucados entre sus hombros, un grupo de jóvenes eritreos se reúne en torno a un voluntario. Son náufragos. Agotados, permanecen inmóviles. Solo sus ojos están iluminados: «Salimos de Boulogne pero, después de 18 kilómetros, el motor del barco se rompió. El mar estaba lleno de corrientes, pedimos ayuda pero nadie vino a rescatarnos. Volvimos remando, tardamos cinco horas», cuenta Nahom mostrando un vídeo en su teléfono. Llegaron a la playa por su cuenta y luego caminaron más de un kilómetro descalzos por el asfalto antes de llegar a la furgoneta de Collective Aid en Coquelles, en Calais, que está distribuyendo ropa y calzado. Kayleigh toma nota para la distribución de zapatos de esta tarde, hay que añadir las nuevas peticiones.
La lona se rompe con el viento. El té y el café están calientes, los teléfonos se cargan en una maraña de cables de colores, muchos vienen a sentarse en los bancos que se encuentran bajo el camión del InfoBus. La música eritrea resuena en el altavoz. Un fuerte viento del suroeste recorre el aparcamiento situado detrás de la pista de BMX de Calais, donde las tiendas de un campamento cercano fueron trasladadas durante el último desalojo de la mañana; un cochecito vacío es arrastrado contra la valla por el viento.
«Esta mañana llegó la Policía», explica Emma, de HRO, «pero alguien no se había despertado, les empujaron fuera de la tienda y se lo llevaron todo». Algunas tiendas se vuelcan. Un joven se quita la chaqueta para cubrir los hombros de un amigo que aún castañetea los dientes. «Fue a nosotros a quienes sacaron de la tienda esta mañana», dice Daniel, apretando los labios. Una vez más, los derechos humanos de los migrantes se violan y se pisotean. No importa el frío, no importa nada.