Antes fue el vicepresidente Miranda -en vísperas de huir- quien afirmó con teatral indignación que los gobernantes tienen derecho a llevar un sueldo a casa. A la lista se añade Sanz, que tras quince años de presidente se permite un «a mí que me olviden» cuando el Parlamento le reclama. Y Catalán, para quien lo de la CAN «puede parecer más o menos bien o mal» -¿más o menos bien?-. A todos toman por tontos también Jiménez y Caro (PSN) cuando esgrimen que ellos dijeron lo que cobraban -como si el gran problema fueran las palabras y no los millones-.
La devolución de las dietas tampoco pasa página, más allá de añadir confusión a la anterior. Si hasta ayer sostenían que eran justas y necesarias, ¿por qué las devuelven? Si no lo eran, ¿por qué las cobraron? ¿Por qué no las devolvieron cuando reintegraron los relojes de lujo que también les habían regalado la CAN? ¿Por qué unos sí y otros no, depende de quién se ha fundido la pasta? ¿La obra social podrá repondrá así las subvenciones recortadas a discapacitados y excluidos, y tampoco entonces se les caerá la cara de vergüenza?
Nada de todo esto, con ser mucho, resulta tan apoteósico como la frase de Barcina: «No puedo cambiar el pasado, pero sí el futuro». Recuerda a la de Urralburu en una tesitura similar: «A ver ahora qué nos depara la vida». ¿De qué futuro hablan, en qué planeta viven? Quizás -difícil- las bases de UPN se lo otorguen a Barcina, pero la ciudadanía no lo hará. Game over. Ni siquiera hace falta exigir elecciones con prisa. Están hoy peor que ayer, pero mejor que mañana. Se puede engañar a alguien mucho tiempo o a muchos cierto tiempo, pero no a todos todo el tiempo.