Desde la muerte de Hugo Chávez el pasado martes 5 de marzo en Venezuela se ha desplegado una inmensa ola de emotividad popular de proporciones e intensidad muy difíciles de entender desde escenarios políticos generalmente desprovistos de pasión como los europeos. Durante más de seis días y continuando mientras esto se publica, siguen avanzando las colas de gente humilde (se estima que más de dos millones de personas hasta la fecha), llegada de los barrios y pueblos de todo el país, que espera hasta diez horas cantando «Chávez somos todos» o «Chávez vive, la lucha sigue», para despedir en apenas unos segundos al líder bolivariano, el tiempo para brindarle un beso, una bendición, un puño en alto.
Este despliegue de energía política plebeya, catalizada en torno a una figura carismática, no es un síntoma ni un ornamento: es el motor político fundamental del proceso de cambio social y transformación estatal en Venezuela sin el cual éste no habría tenido la duración y profundidad actuales.
La política democrática, momento de masas. Como recuerda el filósofo político Jacques Rancière, la democracia tiene que ver siempre con una ruptura, con un desacuerdo, con la reordenación de posiciones por la emergencia de una parte que hasta entonces era invisiblie o subalterna, denominada con nombre ajeno. Es esta irrupción de masas la que está en el origen de las democracias, con todos los momentos de quiebra de las dominaciones de los privilegiados y de ampliación de demos y socialización del cratos. Este es el gesto fundamental, que se repite en el afroamericano que grita «I am a man», en la conquista del voto por las sufragistas, en el movimiento obrero politizando la explotación, en la emancipación de los pueblos colonizados.
La victoria política e intelectual del liberalismo radica precisamente en borrar estas trazas de la democracia: borrar su partida de nacimiento tumultuosa y de masas de quienes no tienen más que sus cuerpos para influir en política, y convertirla en un juego de equilibrios, anestesiar las diferencias y reducir la política a la gestión «técnica» de lo existente. Para el relato conservador-liberal dominante la presencia de las masas en política (el propio concepto) es una amenaza para la democracia. así los estados han ido sufriendo una deriva de cierre elitista en el que cada vez más parcelas de los asuntos colectivos estaban protegidas del poder de las mayorías. El papel del propio pueblo como nombre genérico y sin «a prioris», performativo y radicalmente indefinido de los más, es en sí mismo motivo de desconfianza o incomprensión, también para gran parte de las izquierdas europeas. Y sin embargo en Venezuela sus ciudadanos deciden sobre más cuestiones y más a menudo que en ninguno de los regímenes liberales occidentales. De ahí proviene también la pasión política: de la conciencia de que participar en los asuntos colectivos implica una diferencia radical para la vida de todos y cada uno, un antagonismo real entre proyectos contrapuestos. El conflicto no sólo no daña sino que nutre la democracia. Como todo hincha de fútbol sabe, la pasión viene siempre de la disputa. La distancia y apatía con respecto a las élites políticas en Europa tiene que ver con la percepción de que entre ellas son mucho más las similitudes que las diferencias, que no hay demasiado en juego, que lo principal se decide fuera del proceso político al que tienen acceso las gentes corrientes.
El escenario de la próxima disputa. Los últimos días han modificado bruscamente el escenario político. Las últimas semanas el Gobierno parecía atrapado en un impasse que regalaba un tiempo precioso a la oposición para reorganizar sus filas y tratar de reformular un discurso adaptado al nuevo tiempo, tras el efecto de sus dos derrotas en las presidenciales de octubre y las regionales de diciembre pasado. Sin embargo, la muerte de Chávez y la masiva reacción popular han precipitado los acontecimientos y le han permitido al chavismo ganar la iniciativa y acelerar el tempo político.
De acuerdo con su sentencia del pasado 10 de enero según la cual Chávez estaba en ejercicio pese a no haberse juramentado formalmente aún, el Tribunal Supremo de Justicia ha interpretado el artículo 233 de la Constitución de tal forma que, habiendo fallecido como Presidente en el cargo, le corresponde al Vicepresidente Maduro asumir bajo la figura de «presidente encargado» hasta la celebración de las elecciones, en las que será el candidato del chavismo. El sábado, el Consejo Nacional Electoral, cumpliendo con el mandato constitucional, convocó los comicios presidenciales para el próximo 14 de abril, con una corta campaña del 2 al 11 de abril.
Esta evolución rápida ha asustado a la oposición, que denunció un «fraude constitucional» y llegó a amenazar durante 24 horas con no concurrir a los comicios. Sin embargo, casi desprovista de poder político y capacidad de movilización masiva en la calle, ha preferido no retornar a la senda ya transitada, sin éxito, del combate extrainstitucional para desgastar o desestabilizar al Gobierno. Ha optado así por confrontar en el campo electoral democrático, pese a su temor razonado de verse arrastrada por la emotividad popular desatada hacia Chávez, que muchos ya decantan electoralmente con el grito: «Chávez, te juro, que voto por Maduro».
Si, como se pide en las concentraciones masivas de duelo, además junto al nuevo Presidente se vota una enmienda constitucional para trasladar el féretro al Panteón Nacional junto con Simón Bolívar, las perspectivas opositoras se complicarían, dado que su objetivo principal tendrá que ser elevar a Chávez por encima de la pugna política y tratar de cortocircuitar al menos parte de la transferencia que convierta el afecto por él en apoyo a Nicolás Maduro. Por eso el gobernador de Miranda Henrique Capriles ha tardado más de veinticuatro horas en anunciar que se atrevía a saltar de nuevo al ring electoral y lo ha hecho, en la noche del domingo, con mensaje tan suave hacia la figura de Hugo Chávez como extremadamente agresivo con el «entorno» gubernamental y en especial con el actual Presidente. No pudiendo confrontar con el duelo popular, parece buscar calentar la campaña y «patear el tablero» para sembrar duda en parte del voto hasta ahora fiel a Chávez e interrumpir su confianza hacia el candidato Maduro como legítimo sucesor y continuador. Se trata de una estrategia arriesgada de «doble o nada», pero posiblemente la más razonable dadas las circunstancias.
La inmediata disputa electoral, en la que volverán a confrontar dos proyectos de país, reviste una importancia política central, no sólo por ser decisiva para la continuación del proceso democrático revolucionario, sino por ser la prueba de fuego del chavismo como identidad política mayoritaria y hegemónica más allá de la pervivencia física de su catalizador. Con su inmensa potencia, con sus grandes desafíos pendientes.