Así, al personalizar la responsabilidad, se pasa por alto lo que realmente sucedió al final de aquel proceso de diálogo, cuyo último capítulo se produjo en mayo de 2007, en Suiza, donde se reunieron, en el mismo lugar y de forma consecutiva, delegaciones de ETA y el Gobierno, por una parte, y de Batasuna y PSE, por otra.
Y lo cierto es que la delegación de la que formaba parte Thierry puso sobre la mesa –a propuesta de Arnado Otegi y Rufi Etxeberria, según se recoge en el libro-entrevista ‘El tiempo de las luces’– el desmantelamiento de las estructuras militares de ETA dentro de un acuerdo definitivo. El Gobierno dijo que ni siquiera iba a cumplir los acuerdos iniciales del proceso y, en el plano político, la representación del PSOE no fue capaz de aceptar una propuesta de los observadores internacionales redactada, precisamente, sobre un borrador garabateado por Eguiguren en una pizarra. Al final, no llegaron ni a Loiola. Madrid había decidido que aquello se había terminado.
Cierto es también que de aquel proceso la izquierda abertzale, primero, y ETA, después, llegaron a la conclusión de que el modelo negociador estaba agotado, pues la amenaza de reanudar la actividad armada ante los incumplimientos gubernamentales llevaba inexorablemente a la ruptura, con el coste añadido de que las condiciones políticas y sociales gestadas en Euskal Herria se veían seriamente perjudicadas. Constituyó un ingrediente esencial para la renovación estratégica del movimiento independentista.
Pero que nadie se lleve a engaño. López Peña está muerto –en una circunstancias más que denunciable–, Arnado Otegi en la cárcel, dicen que Josu Urrutikoetxea ha tenido que salir de Noruega tras estar sentado durante meses en una mesa esperando al Gobierno, y a Eguiguren, seguramente, Rubalcaba no le coge ni el teléfono. Porque los halcones están donde siempre, incrustados en los aparatos del Estado y las estructuras de gobierno, vivitos y coceando.