No es España contra del Río, son los derechos humanos
Las causas judiciales que llegan al Tribunal Europeo llevan un título que se convierte en muy peligroso en caso de derrota. Técnicamente Inés del Río -no una presa, sino una «terrorista sanguinaria» para los medios de Madrid- ha vencido al «Reino de España». Pero en Estrasburgo no se decidía sobre sujetos, sino sobre derechos humanos, y por eso la sentencia ha sido muy contundente porque su vulneración resultaba escandalosa. Y más aún cuando el Estado ha aplicado la doctrina con toda la saña posible, imponiendo por ejemplo alargamientos de condena de una década cuando la persona presa ya tenía hecha la bolsa para retornar a casa o construyendo imputaciones a posteriori con premeditación, alevosía y reivindicación pública a cargo de todos unos ministros, a quienes se supone obligados a cumplir sus propias leyes, no a trampearlas.
Lo franquista es encarcelar por 30 años e intentar llegar a los 40
En el afán de explicar lo inexplicable, la vicepresidenta del Congreso y dirigente del PP Celia Villalobos ha recurrido a acusar a los presos vascos de acogerse a un Código Penal franquista, de 1973. Pero lo auténticamente relevante de la deriva del Estado español, cogiendo su argumento, es que esa norma franquista ciertamente incluyera la pena de muerte pero fuera menos cruel que la de 1995 en la cuestión de las redenciones. Para entonces Franco llevaba 20 años muerto, pero su Estado de Derecho no progresaba, sino que retrocedía hasta antes de 1973. Y eso es mucho retroceder si se recuerda que en aquel año ETA mató a Carrero Blanco, el sucesor del dictador.
La legislación de excepción española se ha construido a ladrillazos, normalmente partiendo de alarmas sociales recreadas de modo interesado por los gobiernos de turno. Frente al discurso falso de la impunidad de las acciones de ETA, nadie en esta parte del planeta pasa 30 años en prisión, como le ha ocurrido a Joxe Mari Sagardui Gatza y como estaba a punto de pasar con otras decenas de vascos. Ni siquiera ocurre en los estados que sí tienen establecida la cadena perpetua, dado que esta se revisa (algo similar parece pretender ahora el proyecto de Ruiz Gallardón).
En 2008 se llegó al paroxismo de alargar a los 40 años el tope de cumplimiento de condenas para los presos vascos, flagrante contradicción en un estado que dice que no existe la cadena perpetua. El entonces ministro, Alfredo Pérez Rubalcaba, se jactó de que «Arkaitz Goikoetxea [primer detenido tras la reforma] ha entrado en prisión con 28 años y saldrá con 68». ¿Seguirán creyendo que Europa va a permitir algo así?
El hoy chivo expiatorio ayer construía imputaciones
Como suele ser norma en estos casos, los perdedores, con el Gobierno a la cabeza, han corrido a buscar un chivo expiatorio sobre el que descargar culpas. Y han hallado de repente -algo sorprendente, porque ya votó en favor de Inés del Río en julio de 2012- al único juez español en la Gran Sala, Luis López Guerra. Pero no cuela.
Si se mira su currículum superficialmente, se hallará que fue diputado por el PSOE en la Asamblea de Madrid, lo que aporta la excusa perfecta para que el PP se cebe en él. Pero si se continúa mirando, se encuentra que López Guerra fue secretario de Estado de Justicia entre 2004 y 2007. Es decir, era el número dos del entonces ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, que fue quien lanzó políticamente la doctrina al proponer «construir imputaciones» para evitar las excarcelaciones de presos veteranos. Obviamente su mano derecha no podía estar muy lejos de aquel diseño, aunque seguramente hoy, vista la que le cae encima, López Guerra se esté arrepintiendo.
Esto lleva a otra reflexión paralela sobre el papel de Estrasburgo. Conviene no llevarse a engaño. Esta Gran Sala es la misma que avaló la ilegalización y miró hacia otro lado ante otras políticas de excepción durante años. Lo que ha cambiado radicalmente es el contexto. Aunque Madrid intente que nadie se entere, tras octubre de 2011 existe un nuevo tiempo y todo el mundo civilizado -incluido López Guerra- entiende que aquel entramado destinado a presionar a la izquierda abertzale usando todas las vías, incluidas las menos ortodoxas, no tiene sentido una vez que ETA ha dejado la lucha armada.
Por eso las sentencias contra el Estado español por sus desmanes en Euskal Herria, antes una auténtica rareza, ahora se suceden casi sin parar: la negativa a investigar las torturas a Martxelo Otamendi, Aritz Beristain y Mikel San Argimiro, la agresión policial impune a Mikel Iribarren, la condena a Arnaldo Otegi por llamar «jefe de los torturadores» al Rey español... Y todo indica que la lista va a seguir creciendo con casos tan flagrantes como el de Bateragune (¿será por eso que el Constitucional sigue teniendo sobre la mesa el recurso de Otegi y sus compañeros, e impide así que se levante la última barrera antes de que apelen a Europa?)
La doctrina se hizo con el PSOE y contra la negociación
En la rueda de prensa posterior a su reunión con los ministros, Mari Mar Blanco -exparlamentaria del PP vasco, por cierto- situó esta anulación de la doctrina como una consecuencia del proceso de negociación entre Zapatero y ETA. Si lo de López Guerra no cuela, esto aún menos. De hecho, más creíble resulta justo lo contrario.
No hay más que ir a las fechas. La doctrina fue inventada por el Tribunal Supremo español en febrero de 2006, apenas unas semanas antes del alto el fuego de ETA de marzo que abría la puerta a la oficialización del proceso de negociación. Se introdujo por tanto una incomprensible bomba de relojería en un momento en que existía ya un acuerdo previo entre las dos partes para iniciar el intento de solución. Aquello solo tiene dos explicaciones posibles, y las dos son nefastas para Zapatero: o el Gobierno buscó «hacer caja» aumentando la lista de presos para afrontar la negociación con más margen, o aquel constituyó un boicot al Ejecutivo por parte de sectores judiciales opuestos al proceso (el reciente juicio por el caso Faisán ha dejado en evidencia que el Estado no es una estructura monolítica cuando se trata de afrontar el problema vasco).
El caso es que aquella trampa jurídica que parecía tener un objetivo coyuntural se convirtió en estructural, y aquellos polvos trajeron estos lodos.
La comunidad internacional existe más allá de Pirineos y océanos
La decisión del Tribunal Europeo tiene también el efecto de revalorizar el papel de la comunidad internacional en la solución al conflicto. Una comunidad internacional que ha sido minusvalorada unas veces y vilipendiada otras cada vez que ha intentado contribuir a la resolución. El último dato lo tuvimos la semana pasada, cuando ni el Gobierno ni la prensa española en su conjunto concedieron valor alguno a la declaración suscrita en México por dieciocho estadistas latinoamericanos, impulsando la hoja de ruta de Aiete. Entre tomárselo a la tremenda -las ácidas críticas al PP de algunos intervinientes en el acto le daban pie a ello- y ocultarlo, optó por lo segundo.
Pero la realidad no depende de los caprichos de Madrid. La comunidad internacional existe y tiene su opinión sobre Euskal Herria, y también sus mecanismos de presión. Kofi Annan y su grupo no vinieron a Donostia en 2011 a pasar un buen día de otoño en un espléndido lugar; ni los expertos de la Comisión Internacional de Verificación, bregados en decenas de conflictos mucho más sangrientos que este, son unos jubilados ociosos y vividores como los pinta Madrid; ni los relatores de la ONU o el Consejo de Europa se conforman ya únicamente con las versiones oficiales; ni los expertos en soluciones de conflictos o justicia transicional mienten al afirmar que el proceso vasco es uno de los cuatro grandes casos de análisis en el mundo.
Quienes conocen los entresijos del Tribunal de Derechos Humanos afirman que la presión diplomática española había llegado al extremo en las últimas semanas. Ni así ha conseguido nada. Y ello da una pista mayor también: la falsedad de su discurso cuando asevera que Europa nunca tolerará la independencia vasca o catalana.
Y en Euskal Herria, madurez y espíritu constructivo
Buscando otro agarradero para el embrollo en que le mete la sentencia europea, otra de las pataletas visibles de la parte española ha sido intentar presentar a quienes en Euskal Herria reivindican los derechos humanos de los presos como una turba de fanáticos. Así, uno de los principales diarios madrileños novelaba en su portada sobre la «euforia» en Bilbo y una de las grandes cadenas televisivas situaba como enaltecimiento o humillación a las víctimas el hecho de que en esa concentración se recibiera el fallo de Estrasburgo con aplausos (¿tratará Urquijo de que se prohíba dar palmas en lo sucesivo?).
Dejando de lado lo incomprensible que resulta ese afán de exagerar, convendría que sus lectores y telespectadores no se engañen, y vean y que escuchen directamente lo que dicen los vascos. La mayoría social ha recibido la noticia con satisfacción, pero también con mucha serenidad. Es un signo de madurez, una señal de que dos años después de que este nuevo ciclo echara a rodar crece la consciencia de que el camino hasta la resolución del conflicto será compartido, sin vencedores ni vencidos como ha dicho Sortu, o simplemente no será.