Al tercer párrafo ya había emergido el José María Pemán que llevan dentro todos los escribientes de discursos «reales». Y de la boca de Felipe VI surgió la definición de España como «una nación forjada a lo largo de siglos de Historia por el trabajo compartido de millones de personas de todos los lugares de nuestro territorio y sin cuya participación no puede entenderse el curso de la Humanidad». «Una gran nación», apostilló.
Ahí me quedé clavado, pensando en Filipinas, Cuba, Argentina, en todos esos estados actuales que un día fueron parte de esa «gran nación», que también podía haber definido el monarca como «menguada a lo largo de siglos de Historia». Y como una cosa lleva a la otra, de pronto me asaltó la imagen de Chile y la de sus jugadores perforando por dos veces la portería de España. Si en lugar de independizarse, se hubieran quedado en la «gran nación», contemplando la «diversidad que nace de nuestra historia, nos engrandece y nos debe fortalecer», todos los jugadores del miércoles en Maracaná podrían haber jugado juntos, y además de que así España no hubiera sido humillada, como en su imperio nunca se ponía el sol, ganarían el Mundial y podrían arrollar en cuatro continentes y... mierda de realidad.
Porque lo que les ocurre a los españoles es que construyen discursos que no se atienen a la realidad. Hoy el problema no es que en España quepamos todos; el problema es cómo dar respuesta democrática a los que nos queremos marchar. Se pueden hacer discursos llenos de épica, apelando a las esencias patrias, a la testosterona y todo lo que se quiera, como ese de #larojasipuede que puso en marcha la cadena de televisión que trataba de defender con uñas y dientes su cuota de mercado. Pero luego llega la realidad y, zas, se te planta como un sopapo con que #LaRojaEsChilena.