Dos hechos han sacudido el debate público sobre la eutanasia en Ipar Euskal Herria y, en general, en el Estado francés. Por un lado, el reciente juicio y posterior absolución del médico hazpandarra Nicolas Bonnemaison, al que se le acusaba de acabar con la vida de siete pacientes en el hospital de Baiona. Por otro lado, la decisión provisional –anunciada el mismo día– del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo de mantener con vida a Vincent Lambert, en estado vegetativo tras un accidente. El Consejo de Estado francés dio la razón a la esposa de Lambert, que aducía el sufrimiento que padece el paciente para reclamar la detención de la alimentación artificial, pero el Tribunal de Estrasburgo aceptó el recurso de los padres del paciente y suspendieron provisionalmente la decisión del Consejo de Estado hasta entrar en el fondo de la cuestión.
Este último caso se ha convertido, además, en el reflejo de las divisiones que produce el debate, ya que mantiene enfrentada a la propia familia del paciente. Esta división social es la que probablemente empuje al presidente francés en horas bajas, François Hollande, a incumplir su promesa sobre una ley para regular la eutanasia, que según anunció en diciembre de 2012, estaría lista para junio de 2013. No ha habido noticias al respecto y el Estado francés sigue rigiéndose por la ley Leonetti de 2005, que prohibe el «encarnizamiento terapéutico» –alargar la vida y el sufrimiento de una persona artificialmente, sin posibilidades reales de mejora–.
Es decir, la ley francesa contempla lo que se conoce como eutanasia pasiva o eutanasia indirecta, que consiste en retirar un soporte vital a un enfermo terminal, ya sea por voluntad propia o la de su familia. También regula la sedación paliativa, que consiste en proporcionar sedantes que acaben con el sufrimiento de un paciente terminal. Ocurre a veces que dicho tratamiento acorta la vida del paciente, pero no es el objetivo que se persigue. Por contra, la legislación francesa prohíbe la eutanasia activa –provocar la muerte de una persona con una enfermedad terminal o irreversible que así lo haya solicitado– y el suicidio asistido, que consiste en proporcionar los medios para que sea el propio protagonista quien acabe con su vida.
Debate congelado al sur de los Pirineos
La situación legal en el Estado español, en realidad, no dista demasiado del marco legal francés, ya que la Ley de Autonomía del paciente, aprobada en 2002, permite al paciente decidir libremente entre las opciones clínicas disponibles –es decir, puede rechazar un tratamiento– y permite también evitar tratos inhumanos a través de la sedación paliativa. La norma regula además el testamento vital, también conocido como documento de instrucciones previas o de voluntades anticipadas. Se trata de un documento a través del cual cualquier persona puede dejar por escrito las instrucciones sobre cómo desea ser cuidado en caso de que una enfermedad le impida expresar su voluntad. La falta de información y de interés de la mayoría de administraciones, sin embargo, hacen del testamento legal un gran desconocido. Hace un año solo 150.000 personas habían registrado el suyo en todo el Estado.
En el caso de Nafarroa, el Parlamento aprobó en 2011 la Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte –solo Andalucía y Aragón tienen leyes parecidas–. Esta norma desarrolla y ordena los derechos reconocidos por la ley española y habilita los medios para que, en principio, sean respetados. En la CAV, EH Bildu presentó el pasado mes de mayo una proposición de Ley para regular los derechos de las personas en el proceso del final de su vida, con el objetivo también de abrir el debate público sobre la eutanasia.
Un debate que, a día de hoy, brilla por su ausencia en el espacio público, después de que la llegada de Mariano Rajoy al Gobierno español desechase sin miramientos el tímido debate impulsado por su predecesor, José Luis Rodríguez Zapatero. Y eso que, según las pocas encuestas sobre el tema, una inmensa mayoría de la sociedad apoyaría una regulación de la eutanasia. Lo cierto es que el CIS no acostumbra a preguntar sobre la materia, pero cuando lo hace, los resultados son tajantes. En 2009, un 80,5% de población se mostraba a favor de que los médicos puedan poner fin a la vida y sufrimientos de la persona que lo solicite libremente, lo cual no es sino el ejercicio de la eutanasia.
Sin embargo, todo debate público viene siendo sistemáticamente torpedeado por la jerarquía católica, que aunque no venga al caso, cada cierto tiempo nos recuerda que, según ellos, la vida viene de Dios y que, por tanto, no podemos disponer de ella. Este mismo mes de enero lo dejó claro el obispo de Donostia, José Ignacio Munilla, al denunciar que «la política pretende decidir el bien y el mal» y «determinar el principio y el fin de la vida», en clara alusión al aborto y la eutanasia.
Una concepción que, como hemos visto, las encuestas señalan muy minoritaria en el seno de la sociedad y que choca con la mayor naturalidad con la que enfrentan la muerte otras culturas y lo hicieron otras épocas no lejos de aquí –la eutanasia era práctica habitual entre griegos y romanos–. Tampoco deben irse muy lejos los obispos para encontrar defensas de la eutanasia en su propia casa. En la ‘Utopía’ del santo y mártir de la Iglesia católica Tomás Moro, la eutanasia era lícita e incluso recomendable: «Es inútil obstinarse en dejarse devorar por más tiempo por el mal y la infección que le corroen (…) Debe abandonar esta vida cruel como se huye de una prisión o del suplicio. Que no dude, en fin, liberarse a sí mismo, o permitir que le liberen otros».