Cuando las instituciones defendían el euskara
A lo largo de la historia, las diferentes instituciones vascas han defendido el euskara como uno de los principales patrimonios de Euskal Herria. Desde el Consejo del Reino de Nafarroa, hasta las juntas y diputaciones, durante siglos se ha promovido la presencia de funcionarios que conocieran la lengua del país para que la ciudadanía, mayoritariamente euskaldun, pudiera participar en cualquier acto administrativo y recibiera educación en euskara.
La defensa del euskara por parte de las instituciones vascas ha sido una constante a lo largo de los siglos. Así quedó en evidencia en las jornadas internacionales sobre “El euskara en las altas instituciones de gobierno a través de la historia” que se celebraron en la UPNA y de las que se han publicado recientemente sus actas en un libro con el mismo título.
Ese deseo de proteger y fomentar la lengua que hablaba la mayor parte de la población sobre la que gobernaban ya quedó patente en el siglo XVI. Mientras en la Nafarroa conquistada el euskara empezaba a ser perseguido por las autoridades españolas, en la parte del reino todavía independiente al norte de los Pirineos, los reyes de la dinastía Albret mostraban su sensibilidad hacia la lingua navarrorum. Así, en el Consejo Real, el conocimiento de la lengua vasca era «requisito indispensable para el desempeño de los principales oficios, como eran los de consejero y procurador general», al igual que el origen navarro, según señala el historiador Álvaro Adot. Esta norma se mantuvo vigente hasta 1624, cuando el citado órgano desapareció a consecuencia de la creación del Parlamento de Nafarroa durante el reinado de Luis XIII. En la nueva institución se suprimieron esos dos requisitos para formar parte de ella.
Ese modo de proceder del monarca formaba parte del proceso de integración de la Nafarroa independiente en Francia que había puesto en marcha el sucesor de Enrique III de Nafarroa y IV de Francia, y que puso fin al impulso que había recibido el euskara en ese territorio durante el gobierno de la dinastía Albret. En concreto, bajo su cetro se publicaron algunos de los primeros libros en lengua vasca, como el “Testamentu Berria” de Joanes de Leizarraga, que fue promovido por la misma reina Juana.
El texto de Leizarraga fue consecuencia de los nuevos tiempos que se vivían en el ámbito religioso. La Reforma propugnaba que las sagradas escrituras se tradujeran del latín a las lenguas vulgares para que el pueblo las pudiera entender. De esta manera se hacía patente una realidad lingüística que no se recogía de forma oficial, ya que la documentación de las distintas instituciones de esa época se recogía en latín, castellano, francés e incluso en occitano dependiendo de momentos y lugares, y donde no tenía espacio el euskara. Sin embargo, en la calle era la lengua predominante en la mayoría de los territorios, lo que exigía un proceso de traducción para que la población entendiera las decisiones de los distintos poderes.
Los sacerdotes como traductores. En este terreno de la mediación lingüística destacó el papel de los sacerdotes, ya que se manejaban en las dos lenguas. Al menos desde el siglo XIV, la Iglesia dispuso que «los fieles debían ser atendidos en su propio idioma. Por lo tanto, la casi totalidad de los curas, beneficiados y capellanes que ejercían en las comarcas vasco hablantes lo eran igualmente, independientemente de que además supiesen latín y castellano, o francés o gascón en su caso», según señala el historiador Juan Madariaga en la citada obra.
Aprovechando que el conjunto de la comunidad se reunía el domingo en la misa, los curas se encargaban de traducir al euskara y de dar a conocer desde el púlpito en esa lengua a sus feligreses disposiciones eclesiásticas y mandatos institucionales de las autoridades civiles (reales órdenes, mandatos de ayuntamientos sobre quemas de rastrojos, herencias, embargos, subastas...), para que nadie pudiera alegar ignorancia de los mismos. Esa mediación lingüística fue conocida como “publicata” y los sacerdotes cobraban de los ayuntamientos un promedio de unos 12 reales por año por las traducciones que tenían que ver con cuestiones relacionadas con las autoridades civiles. Este trabajo de traducción impulsado por los consistorios recurriendo a los sacerdotes se mantuvo hasta comienzos del siglo XIX, cuando las autoridades eclesiásticas pusieron fin a esa práctica.
Otro ámbito en el que también las instituciones vascas tuvieron en cuenta el uso del euskara fue en el de la Administración de Justicia. Así, en el Fuero Nuevo de Bizkaia (1526) se establecía que en los procesos judiciales, los testigos «que no supieren la lengua castellana, los examine y tome con otro receptor e intérprete». Ese derecho a la utilización del euskara por parte de la población en los procesos se recogía también en el fuero de Gipuzkoa de 1696, la Novísima Recopilación de los fueros de Nafarroa, los cuadernos de hermandad de Araba y las recopilaciones de Lapurdi y Zuberoa, según detallan los expertos Iñigo Urrutia y Xabier Irujo.
Los receptores de los tribunales eran los encargados de recoger los testimonios de los testigos inmersos en procesos judiciales y por ese motivo, en los pueblos vascongados era fundamental que conocieran euskara. Esa circunstancia hacía que los aspirantes a desempeñar ese cargo «debían ser examinados y aprobados en lengua vasca», según señala el experto Roldán Jimeno.
Ese dominio del euskara era fundamental para evitar inexactitudes y fraudes que podían derivarse del uso de intérpretes. Por ese motivo, se establecieron dos turnos de receptores: los romanzados y los que dominaban el euskara además del castellano. En Nafarroa, los primeros tenían como ámbito de actuación desde Tafalla hacia el sur y los receptores euskaldunes, desde esa ciudad hasta el norte. La división generó más de una disputa entre receptores, ya que los romanzados se quejaban de que los euskaldunes tenían más territorio de trabajo.
Esta situación se rompió en el siglo XVIII a consecuencia del centralismo de los reyes borbónicos. En 1766 se prohibió la impresión en otras lenguas que no fuera el castellano, al año siguiente se obligó a una enseñanza monolingüe en esa lengua a todos los niveles y en 1778 se impusieron comisarios romanzados en los pueblos vascongados.
Pulso por la educación. En el ámbito de la educación, ese afán por controlar desde el Estado la enseñanza para imponer el castellano entre los euskaldunes supuso la aparición de la práctica del “anillo escolar”. Esta consistía en castigar a los alumnos que hablaban en euskara. Un anillo era entregado al estudiante que había sido sorprendido hablando en lengua vasca y este podía deshacerse de él denunciando a un compañero que también hubiera empleado el euskara, y así hasta terminar la jornada. El último que tenía el anillo era castigado.
El problema se fue agravando porque esta práctica llegó a extenderse incluso fuera de la escuela, lo que motivó quejas por parte de los ayuntamientos. En un intento por proteger el euskara, los consistorios hacían todo lo posible por conseguir profesores euskaldunes, a los que incluso se animaba a enseñar en las dos lenguas, buscando el bilingüismo.
Esta competencia municipal que protegió el euskara en la enseñanza se vio amenazada en el siglo XIX por la ley de instrucción pública (1857), ya que implantó la estatalización del profesorado, aunque las diputaciones consiguieron mitigar en parte ese problema, de forma que se mantuvo el bilingüismo en la educación, según recogen Urrutia e Irujo.
Unos años más tarde, el euskara incluso llegó a convertirse en la lengua vehicular de la enseñanza. Fue durante la Segunda Guerra Carlista (1872-1876) y en esa época, la lengua vasca fue el idioma oficial de la Administración en la zona controlada por los partidarios de Carlos VII. Así, las juntas de instrucción de Bizkaia y Gipuzkoa marcaron sendas directrices para promover la enseñanza en euskara.
Pero la derrota carlista supuso la supresión de los Fueros en las Vascongadas, lo que eliminó los mecanismos empleados hasta entonces como cortafuegos al intento de aplicar un régimen monolingüe en la enseñanza. Ante esa amenaza, las diputaciones de Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa reaccionaron formando un frente común para seguir contando con profesores bilingües. A pesar de ello, desde Madrid se continuó con la política uniformadora en favor del castellano y se siguió empleando el denigrante método del “anillo escolar”.
Tan solo en tiempos de la Segunda República española y a través del Estatuto para Araba, Bizkaia y Gipuzkoa, se recuperó el bilingüismo educativo, ya que el euskara se convirtió en lengua oficial en esos territorios junto al castellano. Pero la Guerra del 36 y la posterior dictadura franquista pusieron fin a esa situación, que se equiparó a la ya existente en Nafarroa.
Tras la muerte de Franco, llegarían el Estatuto de Gernika para la CAV (1979) y el Amejoramiento para Nafarroa (1982). En el primero de ellos, el euskara volvía a ser lengua oficial en ese territorio, mientras que en el caso navarro, tan solo se daba carácter oficial a ese idioma en las zonas vascófonas, cuestión que quedó regulada por la Ley del Vascuence de 1986, en la que se establecía la actual zonificación del herrialde.