Karlos Zurutuza

«Llegamos mucho antes que los sirios»

Perdidos entre el marasmo de la última oleada de refugiados desde Oriente Medio e ignorados por la Comunidad Internacional, los afganos en Turquía también buscan un pasaje hacia Europa.

Chalecos salvavidas, maletones, linternas, calzado «para largas travesías»... Los centenares de refugiados concentrados en la plaza de Aksaray (casi en el centro de Estambul) pueden encontrar aquí todo lo que necesitan para continuar su viaje a Europa. Además, los precios están en árabe.

En la plaza de Aksaray tampoco podían faltar los traficantes, aunque éstos no se dejen ver más de lo estrictamente necesario. Llaman por teléfono, observan entre la multitud y, tras un fugaz cruce de miradas, otra familia más se levanta del suelo para seguir los pasos de un hombre al que no han visto hasta hoy.

Desde una casa de té en la que atienden sirios de Alepo, Sohrab Barati contempla la plaza con tristeza. «Llegué a Turquía en 2008 tras una travesía de un mes que empezó en Nimroz –sudoeste de Afganistán–. Luego fueron años de trabajo en talleres ilegales. Trabajaba 15 horas diarias por 750 liras turcas al mes (menos de 200 euros)», recuerda este afgano de Wardakh, un enclave de mayoría pastún donde los hazaras como él, fácilmente identificables por sus rasgos asiáticos, son ejecutados por «herejes» por los talibanes. Nacer chií en Afganistán es un pecado que se purga con la muerte.

«Muchos de nosotros han perdido sus trabajos en los talleres porque los sirios están dispuestos a trabajar casi por nada, incluso a cambio de comida», asegura Barati. Sea como fuere, sabe que es inmensamente privilegiado frente a la mayoría de los congregados en Aksaray. La semana que viene volará a Chicago tras aceptar ACNUR (la oficina de naciones unidas para los refugiados) su caso para reasentamiento hace dos años.

«Hoy sería imposible para mí», acota el afgano. «Nosotros llegamos mucho antes que los sirios a Turquía. Son nuestros hermanos, sufren como nosotros, pero nos están desplazando, tanto del trabajo como de las oficinas de Naciones Unidas».

En un informe publicado en enero de este año, ACNUR calcula que Turquía acoge a cerca de un millón y medio de refugiados de ese país, a quienes considera como el principal «grupo de riesgo». Les siguen afganos, iraníes, iraquíes y somalíes.

Si existe, como dice Sohrab, un trato de favor hacia los sirios es algo difícil de demostrar, pero el afgano no se equivoca cuando asegura que los suyos no son unos recién llegados. La primera gran oleada de afganos en Turquía se remonta a 1982, tras una visita oficial de Kenan Evren (general golpista y antiguo presidente de Turquía) a Afganistán. «Impresionado» por lo que había visto, Evren decidió construir barrios enteros para familias afganas, siempre que fueran de origen uzbeko, con quienes comparten una lengua y origen comunes. Los llegados entonces y sus hijos son hoy ciudadanos turcos.

Para dar con otra comunidad afgana significativa basta con acercarse a Zeytinburnu, un distrito estambulita en la orilla europea. Los hazaras son inconfundibles, pero también los pastunes, tayikos o uzbekos que visten el conjunto de camisa y pantalón holgados característico en Asia Central y el subcontinente indio.

No obstante, no habría sido fácil dar con Mettin Ghaffuri de no haber tenido su teléfono. Con su tez morena y su ropa comprada en el bazar, este chaval de 20 años podría ser un kurdo más de Zeytinburnu. Pero Ghaffuri llegó de mucho más al este: «Salí con mi familia desde Logar (sudeste de Kabul) hace cuatro años. Atravesamos Irán pero, estando en Van (Kurdistán Norte), sufrimos el terremoto, lo que nos retuvo allí durante dos meses», explica el tayiko desde la terraza de una céntrica cafetería.

Ghaffuri sirve mesas en un restaurante a 25 liras turcas (ocho euros) por día trabajado. A su padre lo mataron en Afganistán por lo que, siendo el mayor de cinco hermanos, carga sobre sus espaldas con el peso de mantener a la familia. Sobreviven gracias a su esfuerzo, y a que ACNUR paga la renta del piso que alquilan en Zeytinburnu.

«¿Planes de salir? ¿A dónde?», exclama el joven afgano. «Viajar a Europa es demasiado caro y, además, mis hermanos todavía son demasiado pequeños», explica, entre sorbos de café turco. Volver a Afganistán tampoco es una opción: «A mi padre lo asesinaron por una deuda de sangre. No sé qué es lo que hizo, pero sí que nosotros tenemos que vivir con ello. Nos matarían a todos nada más pisar Logar».

Única opción

Desde la plaza principal de Zeytinburnu, Tirina Halvati explica que llegó con su marido y su hijo pequeño hace tres años «desde una aldea cercana a Kabul». Han sobrevivido gracias a trabajos esporádicos en la construcción a 30 liras turcas (10 euros) por día. Aun así, lograron reunir el dinero para cruzar en barco a Grecia. Sólo una cosa les detuvo: «Vimos a aquel niño muerto en la playa (refiriéndose a Aylan Kurdi) y cambiamos de opinión. Era de la edad de nuestro hijo», explica la joven de 28 años. Dice que ACNUR se niega a registrar su caso porque no son sirios: «La única ayuda que recibimos es una bolsa de pan que da el Gobierno turco, eso es todo».

En su último informe de este año, ACNUR asegura que 3.930 afganos registrados en su delegación de Turquía están recibiendo ayuda. El número de los no registrados es una incógnita, pero se antoja mucho mayor.

Los hermanos Sardari pertenecen a esta última categoría. Daud, Mahdi, Jawad y Serdan llegaron hace tan sólo cuatro días junto con Gulam, el hijo de esta última. A su marido lo mataron en Afganistán. Los Sardari también son hazaras. Han pagado 1.200 dólares por cabeza por subirse a un bote a Grecia. Y ya no hay marcha atrás: «Nunca volveremos a casa, y aquí tampoco podríamos sobrevivir», asegura Jawad, el mayor de todos. «La única opción posible es seguir viajando, siempre hacia el norte».