Mikel ZUBIMENDI
DONOSTIA
Entrevista
BARBARA BALZERANI
ESCRITORA E HISTÓRICA MILITANTE DE LAS BRIGADAS ROJAS

«Sí, fue una derrota histórica de toda una hipótesis de revolución»

Nacida en 1949 en Colleferro (provincia de Roma), militante destacada de la guerrilla comunista de los años setenta, prisionera durante más de dos décadas, escritora de gran sensibilidad, esta mujer reconstruye una historia tabú con preguntas pesadas como mazos.

Barbara Balzerani, histórica dirigente de la columna romana de las Brigadas Rojas, ha visitado recientemente Euskal Herria de la mano de la editorial Txalaparta. Presentó su libro “Camarada luna”, de una musicalidad literaria remarcable que, sin ser una autobiografía ni un relato de la historia de la guerrilla comunista italiana, expone un recorrido vital bello, personal y brutalmente honesto en torno a los denominados años de plomo. Para ella escribir es «un último deber militante de restitución de una memoria partisana que defiendo con amor y a la que sigo muy unida».

Balzerani estuvo involucrada en algunas de las acciones más espectaculares de las Brigadas Rojas, como el secuestro del general estadounidense de tres estrellas y comandante de la OTAN para Europa meridional, James Lee Dozier. Durante el secuestro del líder de la Democracia Cristiana italiana, Aldo Moro, Balzerani ocupaba junto a Mario Moretti la principal base operativa de las Brigadas de Roma, en Vía Grandoli 96. Hasta que un escape de agua hizo que la Policía la descubriera.

Ella fue una de las últimas figuras históricas de las Brigadas Rojas en ser detenida. Ocurrió en 1985, y recuperó su libertad definitiva en 2011. La prensa oficial la tildó de «irreductible» –categoría que ella rechaza de plano–. Se calificó así a los militantes que rechazaron los «beneficios» de la Ley de Delación (la colaboración a cambio de las treinta monedas de Judas; es decir, pasaporte, dinero y una nueva identidad) o los de la más tardía Ley de Disociación (dividir por dos la condena si el preso mostraba arrepentimiento de su trayectoria, abjuraba de su identidad pasada y hacía apología del Estado). No obstante, Barbara Balzerani reconoce con sinceridad «qué difícil fue encontrar un punto de equilibrio entre no caer en la lógica de un insensato continuismo y no ceder en lo esencial, rechazando firmemente hacer negocio con la identidad, la historia y los compañeros».

Junto con otros dos líderes históricos de las Brigadas Rojas como Renato Curcio y el propio Moretti, Balzerani dio la famosa entrevista de 1987 en la RAI en la que daban por finalizada la lucha armada de las Brigadas Rojas, reclamando el fin de los atentados y la apertura de una etapa de reflexión social y política sobre los errores y los aciertos de aquella experiencia.

«Pulgón en el árbol sano»

Preguntada por la influencia que tuvo en el devenir de las Brigadas Rojas la delación y el arrepentimiento, Balzerani es rotunda al afirmar que «fue el elemento más impactante de una campaña de disuasión y descrédito que nos penetró. Echó por tierra todas las tradiciones y memorias y, sobre todo, fue el mayor obstáculo ante la posibilidad de crear las condiciones adecuadas para terminar de manera unilateral, sin la disolución indiscutible de todos los fundamentos de la experiencia armada».

Nombra la expresión italiana «el pulgón en el árbol sano» para referirse al dirigente de la columna brigadista de Turín, Patrizio Peci, quien colaboró por propia voluntad con la seguridad del Estado y permitió que los Carabinieri irrumpieran en la base de Génova y acribillaran a cuatro brigadistas. Y lo interpreta como «signo de la profundidad de nuestra crisis política. Era la infamia de los traidores. Los hermanos de ayer denuncian a los demás y se convierten en sus cazadores y en jueces. Nada resistió aquel contragolpe. Ni los criterios de seguridad, ni la línea política, ni la confianza en nosotros mismos».

1982, el año de la derrota

Para Balzerani, el cúmulo de errores y el debilitamiento político de las Brigadas Rojas llega a su punto de coagulación en 1982. «Las divisiones internas, las detenciones en masa, las batallas perdidas llegaron a su cénit». Pero se muestra revolucionaria en su autocrítica al añadir que, incluso antes, «muchas veces el incremento en las filas de las Brigadas Rojas se había producido paralelamente al debilitamiento de su propuesta política. Estábamos fuera de juego, no conseguíamos justificar la presencia de una guerrilla que disimulaba su crisis detrás de su capacidad militar, eso sí, a veces espectacular». ¿Qué podían hacer? ¿Qué otras cosas intentar? No incidían en el ámbito de las decisiones generales y tampoco conseguían frenar la derivación en simple resistencia de la lucha obrera. «Tiramos por la calle de en medio: ¡a por el americano de tres estrellas!».

En aquella tesitura, «prácticamente en la calle y con la mano en la pistola», las Brigadas Rojas empezaron a discutir qué es lo que había que hacer. «Teníamos que retirarnos, como hicieron los chinos, ¿pero a dónde? Teníamos que reunir fuerzas y resistir hasta comprobar si todavía quedaba para nosotros algún futuro político. ¿Era así de simple el balance de una experiencia armada que no había tenido modelos para nacer ni los podía tener para morir?».

Rosa Luxemburgo dijo, tras la derrota de la semana espartaquista, que «la revolución es la única forma de guerra –también esta es una peculiar forma de vida– en la que la victoria final solo puede prepararse a base de una serie de derrotas». Recordamos esa reflexión a Balzerani, que asiente preguntándose «cuántas derrotas quedan aún para asegurarse la victoria. ¿Cómo identificar las derrotas necesarias y las irremediables? Esta era la pregunta más difícil cuando todo se tambaleaba». Y añade: «Mientras tanto, se montó el mercado de vencedores y vencidos. Una vez más, la partida terminaba con un todo o nada. Se ganaba o se perdía. Se tenían todas las razones o ninguna. En fin, no había salida».

«¡Ay de los vencidos!»

¡Vae Victis! Que así sea. En el polvo y encadenada. Balzerani reconoce que puede admitir eso. «Pero no quitarle sentido a la historia y causas a los hechos». Cuando cayó presa, en su ficha de detención podía leerse un inefable «Final de condena: nunca/pena sin fin». Y se pregunta a sí misma: «¿Podía ser de otra forma? Tengo que tener un signo fatal vinculado a los siempre, los nunca, los todo, los nada. Como si no consiguiera moverme fuera del exceso de las pasiones absolutas».

Balzerani está empeñada en hablar, dar la cara, contar lo que vivió aquella generación de comunistas y denuncia que el análisis del fenómeno se mueva entre el sicoanálisis criminal, investigaciones conspiradoras, el intimismo mediático y la desconexión de las relaciones de causa. Reclama «el laicismo de una reflexión crítica sin prejuicios» y reivindica «la grandeza de una historia y de sus protagonistas, liberados de iconografía santificadora o de demonización basada en prejuicios, que los devuelva a la inteligencia de los hechos».

Y se muestra convencida de que «eso puede ayudarnos a entender los nexos y las discontinuidades de las distintas experiencias políticas que han marcado este siglo plagado de intentos de asalto al cielo, antes de que un dudoso moralismo entre el bien y el mal impida el ejercicio de la crítica histórica».

 

«Los militantes de las Brigadas Rojas pertenecen a la política»

La comisión parlamentaria italiana encargada de estudiar los años de plomo definió aquel fenómeno como «guerra civil de baja intensidad». En efecto, fue un fenómeno de masas, de amplio arraigo social, con una guerrilla comunista que en sus diferentes expresiones llegó a tener más de 2.000 militantes a principios de los años 80 y más de 6.500 presos políticos. En conflictos de ese tipo hay responsabilidades colectivas a las que no puede hacerse frente mediante el tráfico de indulgencias, declaraciones policiales arrancadas con la tortura mecanizada, sin interrogarse sobre sus orígenes políticos.

El Estado ganó militarmente al «terrorismo» pero nunca tuvo voluntad ni coraje de asumir su responsabilidad para superar este episodio histórico. Su única solución fue el de la venganza infinita. Y paradojas de la vida, quienes ganaron la «guerra del plomo» resultaron luego ser todos corruptos. Giulio Andreotti, expresidente inoxidable del Consejo de Ministros de la República Italiana, tenía relación orgánica con la Cosa Nostra siciliana. El país estaba plagado de organizaciones secretas como la potente red Gladio de la OTAN en Europa y logias masónicas como la de P2 a la que pertenecían muchos generales del Ejército y los servicios secretos, incluso Il cavaliere Berlusconi.

«Pensándolo ahora –reflexiona Balzerani al recordar aquellos convulsos años 70–, no es fácil recordar de dónde sacaban esa inconsciente determinación para jugarse la vida. No eran más que grupúsculos de jóvenes camaradas, insatisfechos de los titubeos de una izquierda extraparlamentaria contra las cuerdas. Contaban solo con la voluntad de buscar nuevas vías para continuar esa revolución que había agotado rápidamente la inocencia de los primeros entusiasmos, frente al rostro lívido del Poder y de una izquierda institucional que estaba perfeccionando su paranoico síndrome abandonista de acorralamiento. Nada nos hacía divisar un camino que no fuera el de un enfrentamiento directo, sangriento, indiferente al sacrificio de nuestros jóvenes años».

Como ocurrió en otros lugares, entre la progresiva radicalización de las luchas populares y la lucha armada no hubo un aumento progresivo y gradual, como con la fiebre. «Hubo un salto que lo modificó todo; no vino solo, como un factor genético inserto en la naturaleza de una generación de violentos: Allende y los 100.000 en el estadio de Santiago de Chile fue una tragedia que nos arrastró a todos, un latigazo, la sacudida decisiva para el frágil equilibrio de posturas. Y cada uno tuvo que elegir».

Balzerani se muestra muy crítica con lo que fue el Partido Comunista italiano, el más potente de toda Europa, y ciertos intelectuales «de izquierda» como Antonio Tabucchi: «Taponaron cualquier posibilidad de analizar críticamente nuestra experiencia. Encima, luego vinieron los 20 años de Berlusconi». Como consecuencia de ello, concluye, «se quiere negar la pertenencia de los militantes de las Brigadas Rojas a la política, o a las filas comunistas, o al género humano, según el caso. Y se genera una especie de cortocircuito que impide cualquier tipo de razonamiento», afirma con disgusto.